Y digo “ferretería argentina” no porque en todas las ferreterías argentinas sea lo mismo (que no lo es y me consta), sino porque lo que voy a relatar me sucedió en una ferretería o cerrajería que perfectamente podría haber sido checa, malgache o mauritana, pero que aconteció ser argentina.
Sin decir nada, veo que se dirige a la parte trasera del mostrador. Cansinamente trenza un alambrito a la llave y toma una especie de etiqueta que le adhiere a la llave mediante el alambre. ¡¿Qué va a hacer?! ¡¿La va a confiscar?! ¡¿La va a analizar?! ¡¿La manda al Servicio de llaves del Ministerio de la Vivienda?! ¡Mi llave, quiero mi llave! Apoyándose sobre el mostrador escribe meticulosamente un “1” sobre el que repasa la birome (el bolígrafo) varias veces, para que quede claro y visible. ¿Será una clave? ¿Me van a detener? ¿He cometido algún delito?
A pesar de haber muchos dependientes en el mostrador, la pregunta no se dirige a ellos. De hecho ninguno responde. La pregunta está lanzada al sol, sin destinatario conocido. No hay respuesta, pero de un ventanuco chiquitito en el que hasta el momento no había reparado yo en la parte trasera del mostrador, apenas mayor que una boca de buzón, a la espalda del dependiente, veo salir una mano. No hay respuesta, no hay la menor implicación, apenas una mano anónima que bien podría ser de un enano como de un gigante y que asoma por la boca del buzón como una mano mágica. El dependiente deposita en ella mi llave con el alambrito y con la etiqueta que marca “1”. El diálogo es inexistente. Aunque parece tener vida propia, la mano no habla, y si antes me pregunté si pertenecía a un gigante o a un enano, ahora me pregunto si, simplemente, tiene dueño o por el contrario, es autosuficiente, tiene vida propia.
Mi llave desaparece (la mano también). Pasa bastante tiempo. No oigo el clásico ruido de la maquinita que come hierro y sirve para hacer llaves. El dependiente que me había atendido, se queda mirando al infinito, viendo el tiempo pasar. El tiempo y nada más, porque en la ferretería pasa poco más. No hay diálogo, nada invita a ello. Cada tanto de debajo del mostrador se saca un “matesito” (bebida nacional argentina) que chupa. Para fortuna mía (que me estoy quedando dormido) aparece otro dependiente, cansino, burocrático, apagado, éste mucho más joven.
- ¿Y bien?
- Y sho shamé, pero daba ocupado.
- ¿Pero cuando shamaste?
- ¿Y… hará tres horas.
- ¿Y si volvés a shamar?
- ¡Y bueeeno!
Mi dependiente decide llamar (por teléfono). Por lo que colijo de los papeles que maneja y de la conversación, se trata de un cliente que les debe “plata”. Se queda un rato al auricular, y al rato.
- “¡Y qué pena, sha serró!
- ¡Y bueeno, que va a haser! (“Y bueno, ¿qué se le va a hacer?”).
- ¿Y bien?
- Y sho shamé, pero daba ocupado.
- ¿Pero cuando shamaste?
- ¿Y… hará tres horas.
- ¿Y si volvés a shamar?
- ¡Y bueeeno!
Mi dependiente decide llamar (por teléfono). Por lo que colijo de los papeles que maneja y de la conversación, se trata de un cliente que les debe “plata”. Se queda un rato al auricular, y al rato.
- “¡Y qué pena, sha serró!
- ¡Y bueeno, que va a haser! (“Y bueno, ¿qué se le va a hacer?”).
El tiempo sigue pasando. En la gigantesca ferretería con muchos empleados, algunos deudores y ningún cliente, el silencio se podría cortar simplemente con mi llave. Si la tuviera… No me animo a preguntar. Vuelvo a temerme que hayan podido confiscarla. Pero como no hay mal que cien años dure, al cabo de un largo rato veo que algo se mueve en la boca de buzón en la parte trasera del mostrador. ¡¡¡Suena una campanita!!! Claro, en el pequeño estante junto a la boca de buzón hay una campanita. Ha sido activada por la mano anónima, que sigue sin dar síntomas de tener dueño animado. Y que tampoco habla. Apenas alcanzo a ver hasta la muñeca, pero nunca sabré lo que había detrás. En todo caso, es la señal que activa al dependiente que me atendió, el que me dijo “umm… no sé, no sé”.
Recoge la llave cansinamente, la trae al mostrador sin dirigirme aún la palabra. Tranquila, sosegadamente, le quita el alambrito que le puso, luego la etiqueta con el “1”. Por la manera en la que sufre para extraerla, me pregunto cuánto pesa la etiqueta, pero parece papel, simple papel. Junto a ella viene la copia que he pedido… Se despejan muchas de mis dudas de las últimas horas: la llave, finalmente, la tenían; al parecer la han podido hacer; no la han mandado a la policía; no me van, en consecuencia, a detener…
El dependiente deja la llave sobre el mostrador. Ahora me pregunto si se espera de mí que la recoja o si hacerlo le parecerá de mala educación al dependiente. Prefiero esperar acontecimientos. Al fin y al cabo, llevo mucho tiempo ya esperándolos. Estoy abducido del ambiente, formo parte de él. Una deliciosa tranquilidad, una sensación de incapacidad absoluta, una especie de nirvana porteño, me recorre el cuerpo. Me dejo resignadamente hacer. El dependiente desaparece. Mi llave queda sobre el mostrador. Si hubiera querido podría haberla cogido y haber desaparecido con ella a la carrera… ¡pero estoy cansado! ¡tan cansado…!
Al cabo de un rato aparece de nuevo el dependiente. Le miro con mirada de no saber lo que corresponde hacer ahora. Iba a decir: “al final la tenían ¿eh?” (la llave), pero no, no digo nada. Pasa otro ratito. Haciendo de tripas corazón y con otras fuerzas que reúno en no sé qué parte de mi cuerpo, consigo articular una frase larga y completa: “¿Me podrían cobrar?”. “Tendrá que esperar un momento, ahora viene el señor de la caja”. (Pequeña aclaración, la caja está a un metro de mi persona, justo detrás del dependiente). Iba a preguntar “¿No podría cobrarme Vd.?”, pero algo me dice que si pregunto “hago kilombo” (“se monta un pollo” en español de España). Prefiero esperar y que se cumpla el ritual en toda su magnífica extensión.
Por fin, aparece el encargado de la caja. “¿Consumidor final?”. “Y sí…” respondo absolutamente imbuído del ceremonial, con un toque porteño en mi tonada. En Argentina siempre te preguntan cuándo compras algo si eres el consumidor final (creo que tiene que ver con la AFIP, la Hacienda de aquí, nunca he entendido muy bien en qué consiste la cosa). Me pregunto qué pasaría si al final decidiera compartir la compra con alguien o incluso regalarla. En cualquier caso, yo he tomado la determinación de decir siempre que sí, que soy consumidor final, y si luego se lo regalo a alguien o lo comparto, nunca se lo digo a quien me lo vendió. Y menos a la AFIP.
Por fin, aparece el encargado de la caja. “¿Consumidor final?”. “Y sí…” respondo absolutamente imbuído del ceremonial, con un toque porteño en mi tonada. En Argentina siempre te preguntan cuándo compras algo si eres el consumidor final (creo que tiene que ver con la AFIP, la Hacienda de aquí, nunca he entendido muy bien en qué consiste la cosa). Me pregunto qué pasaría si al final decidiera compartir la compra con alguien o incluso regalarla. En cualquier caso, yo he tomado la determinación de decir siempre que sí, que soy consumidor final, y si luego se lo regalo a alguien o lo comparto, nunca se lo digo a quien me lo vendió. Y menos a la AFIP.
Me toma el billete y con una velocidad que yo ya no me esperaba y que a estas alturas -he de reconocer- hasta me produce algo de fatiga, me devuelve el vuelto (el cambio) y me da mi llave. ¡Me voy por fin con mi shave!
Me llego a mi casa, resuelto a echarme una siestecita. El episodio de la ferretería me ha hecho incurrir en un estado nuevo desconocido de paz interior y tranquilidad perpetua. Introduzco la shave en la cerradura pero... ¡oh desgracia! ¡no abre! ¡¡¡la shave no abre!!! Afortunadamente entra un vecino y puedo pasar. No necesito contarle lo que me ha pasado. Me invade la sensación de que todo Buenos Aires lo sabe. “¿Y qué va a haser?” me dice. “¿Y qué va a hacer?” respondo. “¿Y qué va a hacer?” me digo yo a mí mismo. Y paso.
Mañana volveré a la ferretería… Hoy francamente, no tengo fuerzas para más.
©L.A.
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