Y la cuestión ahora es: ¿conocía Jesús otras lenguas distintas de aquélla en la que sin duda hablaba con sus padres, esto es, el arameo?
Jesús, con gran seguridad, la misma que existe del dominio que atestigua sobre las Escrituras, debió de conocer el idioma hebreo en que éstas estaban redactadas. De hecho, Jesús aparece en los propios evangelios leyéndolas sin mayor dificultad, y así lo atestigua el siguiente pasaje de Lucas:
“Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura” (Lc. 4, 16-21).
Y el griego, ¿hablaba Jesús el griego? Muchos son los argumentos que obran a favor de tal posibilidad. En primer lugar, los relativos al ambiente en el que Jesús se desenvolvió: el griego era la lengua franca de la época, lo que vale decir para el Imperio en general y para su parte oriental en particular. Además, muchos eran los judíos procedentes de las primeras diásporas y fuertemente helenizados para los que el griego no sólo era lengua corriente sino también, en algunos casos, su lengua materna: así, que un hombre tan cercano a Jesús como lo terminará siendo San Pablo hablaba griego, se deduce de la sorpresa con la que el tribuno de una de las prisiones por las que pasa le pregunta:
“¿Pero sabes griego?” (Hch. 21, 37).
La pequeña ciudad de Nazaret en la que Jesús pasa la mayor parte de su vida y notablemente su infancia y juventud, es cercana a la muy importante Séforis, fuertemente helenizada, con la que tanto el propio Jesús como su padre antes que él, muy probablemente tuvieron relaciones de tipo laboral y comercial.
Amén de todo ello, en los propios evangelios encontramos pasajes que invitan a creer que Jesús al menos manejaba el griego. El evangelista Juan nos relata cómo, en los prolegómenos de la última pascua de Jesús, “había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”” (Jn. 12, 20-21).
Amén de todo ello, en los propios evangelios encontramos pasajes que invitan a creer que Jesús al menos manejaba el griego. El evangelista Juan nos relata cómo, en los prolegómenos de la última pascua de Jesús, “había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”” (Jn. 12, 20-21).
Todavía cabe incluso pensar que Jesús hablara latín, por rudimentario que pudiera ser su conocimiento. En tal sentido obra la conversación que recogen Mateo y Lucas con el centurión romano:
“Al entrar en Cafarnaúm, se le acerco un centurión y le rogó diciendo: “Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos”. Dícele Jesus: “Yo iré a curarle”. Replicó el centurión: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘vete’ y va. Y a otro ‘ven’ y viene; y a mi siervo ‘haz esto’ y lo hace. Al oír esto Jesús quedo admirado y dijo a los que le seguían: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande”” (Mt. 8, 510).
Conversación de la que se extrae con toda claridad que el centurión no es judío (“Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande”) en la que con toda probabilidad, no existieron intérpretes, pues sólo parecen testigos de la misma los discípulos de Jesús y otras gentes de similar nivel cultural, no excesivamente elevado. Sí pudo ocurrir que la conversación entre el centurión y Jesús tuviera lugar en griego, lo que convertiría el pasaje en una nueva prueba de que Jesús hablaba dicha lengua, pero también pudo ser, por qué no, que ocurriera en latín. Lo cual por otro lado, hasta permitiría esgrimir que la conversación con Poncio Pilatos de la que hemos hablado más arriba, no tuvo lugar en griego, sino directamente en latín, la lengua del gobernador. Lo que desde luego, una vez más se presenta como hipótesis bastante desechable, es que el centurión pudiera dirigirse a Jesús en arameo y menos aún en hebreo.
Por último, aceptada la hipótesis de un Jesús dotado de una gran facilidad para las lenguas, es incluso posible que tuviera conocimientos de la que hablaban los egipcios, pues al fin y a la postre, en Egipto debió Jesús de aprender sus primeras palabras si, como dice Mateo, en dicho país pasó algún tiempo esperando a que el tirano Herodes muriera. A favor de dicha hipótesis no habla ningún pasaje evangélico más allá del ya mencionado debido a Mateo, pero sí, en cambio, el Talmud, que atribuye al personaje talmúdico al que se acostumbra a identificar con Jesús, conocimientos de magia adquiridos en Egipto.
Un episodio por último habla de manera tangencial de la posible fluidez lingüística de Jesús. Se trata de lo ocurrido en Pentecostés. Entre todas las cosas extraordinarias que debieron acontecer en aquel pentecostés primero que pasaban los apóstoles sin Jesús, repara el evangelista en una y sólo en una:
“Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa” (Hch. 2, 6-8).
¿No estaría reflejando el episodio el inmenso gozo de los apóstoles de poder expresarse con la misma fluidez con la que lo hacía su maestro?
©L.A.
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