El cardenal Antonelli, presidente del Pontificio Consejo para la Familia, decía en una de sus intervenciones dentro del Congreso Mundial de la familia que se está celebrando en Milán, que la Iglesia debe ser cada vez más familia y que la familia debe ser cada vez más Iglesia.
Estoy de acuerdo con las dos comparaciones que contiene la frase de este extraordinario cardenal. Pero me gustaría fijarme en la primera de ellas, la de que la Iglesia debe ser cada vez más una familia. Lo debe de ser porque Dios es familia –Padre, Hijo y Espíritu Santo-; lo debe de ser porque sin la familia de sangre, sin la familia natural, no hay Iglesia; lo debe de ser porque son los lazos de fraternidad y de amor los que deberían predominar en el seno de la Iglesia. Esto último es especialmente importante recordarlo en un momento como éste, en el cual el propio Papa tiene que salir a defender a sus colaboradores, salpicados por la mancha de la sospecha debido a la traición de uno de ellos.
Pero, además de esto, hay que preguntarse cuál debe ser la misión de la Iglesia con respecto a la familia. Creo que no debe ser otra que la que va ligada a la propia misión de la Iglesia. El objetivo para el cual el Señor fundó la Iglesia es la evangelización, es decir la continuidad en el tiempo y en el espacio de su misión redentora, que pasa en primer lugar por dar a conocer su mensaje. Si la evangelización es, pues, la misión de la Iglesia, eso debe ser aplicado también a lo concerniente a la familia. La Iglesia no está llamada, por lo tanto y en un primer momento, a decir qué es la familia, a defender que ésta es la unión de un hombre y una mujer, sino a ayudar a los que quieren formar una familia o ya la han constituido a que se encuentren con Cristo y a que ese encuentro les ayude a perseverar en su vida familiar. Sin embargo, lo tenebroso de los tiempos modernos, la confusión que el enemigo ha sembrado con éxito en la mente de muchos, hace que la Iglesia se vea forzada a llevar a cabo una labor de suplencia que consiste en defender –cada vez más en solitario- algo que debería ser obvio: que la familia está formada por un hombre y una mujer. Si cosas como ésta se asumieran pacíficamente por todos, como hasta hace muy poco ha sucedido, nosotros podríamos dedicar todos nuestros esfuerzos a la evangelización de la familia. Tal y como están ahora las cosas, no nos queda más remedio que defender en primer lugar la existencia de la propia familia para después poder evangelizarla. Lo malo es que en esta labor de suplencia se nos fueran nuestras energías y ya no nos quedara tiempo para nada más. Estaríamos, en ese caso, fallando en lo esencial, en lo específico.
http://www.magnificat.tv/es/node/1228/2
Estoy de acuerdo con las dos comparaciones que contiene la frase de este extraordinario cardenal. Pero me gustaría fijarme en la primera de ellas, la de que la Iglesia debe ser cada vez más una familia. Lo debe de ser porque Dios es familia –Padre, Hijo y Espíritu Santo-; lo debe de ser porque sin la familia de sangre, sin la familia natural, no hay Iglesia; lo debe de ser porque son los lazos de fraternidad y de amor los que deberían predominar en el seno de la Iglesia. Esto último es especialmente importante recordarlo en un momento como éste, en el cual el propio Papa tiene que salir a defender a sus colaboradores, salpicados por la mancha de la sospecha debido a la traición de uno de ellos.
Pero, además de esto, hay que preguntarse cuál debe ser la misión de la Iglesia con respecto a la familia. Creo que no debe ser otra que la que va ligada a la propia misión de la Iglesia. El objetivo para el cual el Señor fundó la Iglesia es la evangelización, es decir la continuidad en el tiempo y en el espacio de su misión redentora, que pasa en primer lugar por dar a conocer su mensaje. Si la evangelización es, pues, la misión de la Iglesia, eso debe ser aplicado también a lo concerniente a la familia. La Iglesia no está llamada, por lo tanto y en un primer momento, a decir qué es la familia, a defender que ésta es la unión de un hombre y una mujer, sino a ayudar a los que quieren formar una familia o ya la han constituido a que se encuentren con Cristo y a que ese encuentro les ayude a perseverar en su vida familiar. Sin embargo, lo tenebroso de los tiempos modernos, la confusión que el enemigo ha sembrado con éxito en la mente de muchos, hace que la Iglesia se vea forzada a llevar a cabo una labor de suplencia que consiste en defender –cada vez más en solitario- algo que debería ser obvio: que la familia está formada por un hombre y una mujer. Si cosas como ésta se asumieran pacíficamente por todos, como hasta hace muy poco ha sucedido, nosotros podríamos dedicar todos nuestros esfuerzos a la evangelización de la familia. Tal y como están ahora las cosas, no nos queda más remedio que defender en primer lugar la existencia de la propia familia para después poder evangelizarla. Lo malo es que en esta labor de suplencia se nos fueran nuestras energías y ya no nos quedara tiempo para nada más. Estaríamos, en ese caso, fallando en lo esencial, en lo específico.
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