Cuando es Dios el que llama

¿Llama Dios verdaderamente? ¿Se comunica personalmente? ¿Qué sucede entonces? ¿Para qué llama?

Las palabras gastadas

¿Qué cosa nos viene a la mente cuando escuchamos la palabra “vocación”? El término tiene un uso corriente adecuado para expresar, por ejemplo, la inclinación que se siente por un determinado estilo de vida, carrera, profesión…, y que responde a ciertas cualidades o disposiciones personales como así también a deseos profundos y trascendentes que mueven a alguien a asumir decisiones de importancia para su propia realización. Hablamos así de la vocación de fulano por la medicina, de mengano por la escultura o el canto, de zutano por la ciencia, o de perengano por la defensa de la libertad.  


¿Pero qué sucede cuando escuchamos esa palabra vinculada al mundo de la fe? ¿No pensamos unilateralmente, en seguida, en los sacerdotes o en las monjas? Sucede que las palabras decisivas que han estructurado el lenguaje básico de la fe cristiana se han tornado en la actualidad en uno de los principales obstáculos para comunicar esa misma fe, y en una trampa para evocar las realidades deseadas. Palabras como iglesia, santidad, pecado, perdón, bautismo, vocación, catequesis, misa, misión, fraternidad, reino de Dios, comunidad…, y tantas otras, en lugar de ser puentes se han transformado en muros infranqueables, en palabras mudas.  

Cuando se es buscado y encontrado

En realidad la vocación nos habla de nuestra relación con Cristo, y del origen permanente de esa relación. Pensar en ella es acercarse al misterio de la fe. ¿Cómo se inició mi historia con Dios? ¿Por qué creo? ¿Cuándo empezó a ser alguien Él en mi vida, cuándo comenzó a importarme? ¿Cómo hablar de mi fe a los demás? ¿Quién es Dios para mí? Vocación significa llamada: “No me eligieron ustedes a mí; fui yo quien los elegí a ustedes” (Jn 15, 7). Por medio de la llamada tiene lugar el encuentro, es decir, la venida de Dios a mi vida como ese Tú que se manifiesta personalmente, como una Presencia que es palabra que promueve el diálogo, que lo hace posible, que aguarda en la escucha una respuesta.

Dios podía estar en el horizonte de los propios intereses, las lecturas, la reflexión, la curiosidad filosófica, la pregunta por su existencia… Pero otra cosa es que Dios se filtre por alguna hendidura de la vida, se cruce en el camino y le hable a uno a los ojos. La vocación ubica, a quien está siendo llamado, en los umbrales de la intimidad con Dios. En este tipo de vocación –la de la fe-, uno no elige en primer lugar, como ocurre en otros ámbitos. Uno es elegido previamente. “La vocación es el llamado que Dios hace oír al hombre que ha escogido” (Jacques Guillet). 

El que llama es libre

Es lógico que se piense que ese llamado, a fin de cuentas,  es dirigido por Dios a quienes llevan una existencia alejada del vicio y la maldad, una existencia vivida con bondad o generosidad o rectitud moral…, o a quienes manifiesten cierta simpatía por la posibilidad de que Dios exista. Pero no. Tal vez esto pueda ayudar a escuchar esa Voz, pero no puede despertarla. Dios no se guía por ningún patrón anterior a su deseo de llamar. Lo habitual por parte de quien ha recibido la llamada, es precisamente lo contrario: “¿por qué a mí?, ¡yo no lo merezco!” Ese momento decisivo en la historia de una persona rasga toda expectativa o idea representada hasta entonces acerca de Dios. La llamada de Dios vence la distancia inconmensurable, infinita, salta el abismo que separa la vida de Dios de nuestra pequeña vida. ¡Y se acerca!

Es cierto. Nadie lo merece. Dios llama a quien le place. Los evangelios nos cuentan cómo Jesús llamaba por su nombre, y públicamente, a personas despreciadas por su entorno, como el caso de Zaqueo. Para corregir esa mentalidad y ese prejuicio de que Dios se interesa por personas que están “limpias”, a Jesús le gustaba decir que venía a los que se sentían “sucios” o fuera de la mirada de Dios: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17). Esto causaba –y causa- enorme alegría entre ellos, y decepción en otros. Aquéllos sólo se hallaban rodeados de un pasado lleno de sombras, sospechas y culpas, y no dudaron en aceptar un regalo que no merecían ni podían robar ni pagar. Eran conscientes de que el negocio con Dios es redondo. Aceptaban algo fácil de aceptar, porque se les daba algo, demasiado caro, de modo gratis, aunque no barato. No barato, porque aquel que recibe a este ilustre Visitante sabe valorar debidamente de quién se trata, y sabe que ha dado con una perla sin igual, con un tesoro escondido. Así, quien elige aguarda un segundo momento: el de ser elegido libremente Él también. Jesucristo no se impone a sí mismo, sino que se propone.

Algo distinto a lo previsto ocurría a su vez en aquellos que eran considerados por los demás como bien ubicados ante Dios y la sociedad, como hombres justos, correctos, hombres de bien. Al momento de encontrarse con Jesús, en ese preciso cruce, se daban cuenta de que sus vidas no eran tan relucientes, al menos respecto de Aquel que tenían en frente. ¿Cómo no recordar las palabras de Pedro al conocer a Jesús? “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5, 1). Pensemos también en Pablo, que se tenía por un celoso defensor de Dios, por un hombre justo, intachable, pero, no obstante, cayó fulminado ante la presencia refulgente de Cristo, que le salió al paso en el camino de Damasco. Lo derribó, lo tumbó, lo debilitó, lo colmó de felicidad y estupor, dejó en él una herida por la cual entró un mundo nuevo que le haría recorrer un camino impensable antes de que eso aconteciera. Pero ese es el signo de todo alcanzado por la Voz de Dios, Jesucristo, el que llama. También Pedro se aventurará en una vida llena de sorpresas, y será incluso conducido a un lugar al que, de por sí, no habría imaginado ni anhelado ir en los tiempos en que solía pescar junto a sus amigos en el mar de Galilea. Esta es la historia de todos cuantos son llamados. Así lo consignan los evangelios. Así también lo testimonian los que son llamados en el presente.

Una respuesta libre

La llamada de Jesús provoca, estimula, y espera una respuesta a su invitación a esta nueva vida: “Ven, y sígueme”. Su llamada invita a seguirlo a Él, a ese a quien no vemos, pero sabemos que está, que se aparece, y que es la Vida que ignorábamos hasta ese momento. Quien atiende la llamada sabe que entre un no y un sí se juega algo decisivo en su existencia. El corazón es desbordado por un sí agradecido: es la respuesta de la fe. ¡La confianza en Él! Pero puede caber un no. Un no misterioso, un no que cierra una puerta pesada a la luz de ese amanecer inesperado, un no en el cual el vivir se repliega hacia la oscuridad. La vocación no se produce como lo imaginamos, sino como se le ocurre a Dios. Y a él se le ocurre que es gratis: Él se ofrece libremente, y pide ser aceptado también en libertad.

Los convocados

La Iglesia no es un club de personas que piensan igual, o que se sienten unidos por un programa común de principios ideológicos, o éticos, o filantrópicos… No. No es un conjunto de personas que se cree perfecto, que se porta bien… “No se comienza a ser cristiano por una decisión éti