A algunos les parecerán discusiones bizantinas, pero creo que tienen su importancia. Me refiero a la reciente polémica, respetuosa entre personas que se reconocen mutuamente su honestidad y que comparten objetivos finales, acerca de la conveniencia del uso del término “salud reproductiva”.
Por un lado Meghan Grizzle, de la World Youth Alliance, defiende que el término es perfectamente aceptable para los pro-vida puesto que no hay ninguna ley internacional que sostenga que la salud reproductiva deba incluir el recurso al aborto y a los anticonceptivos y que, en consecuencia, es susceptible de ser interpretada en un sentido aceptable.
Ha sido Austin Ruse, presidente de C-Fam, quien con un artículo en First Things Online, ha replicado a Grizzle. Es cierto, concede, que no hay tratado internacional alguno que defina el aborto como parte de la salud reproductiva… pero la realidad de su aplicación sí lo ha hecho. La realidad es que cada tratado incluye un organismo que revisa su cumplimiento, y estos organismos, quizás abusivamente, han promovido el aborto en todas y cada una de sus actuaciones. Por ejemplo, el comité que supervisa la aplicación de la Convención para la Eliminación de todas las formas de Discrimación contra las Mujeres interpreta que al incluir la Convención la salud reproductiva está incluyendo el “derecho al aborto”. Siguiendo esta interpretación, ha presionado y conseguido que más de 90 países hayan cambiado sus leyes para extender el aborto. Es el caso de Argentina, que ha liberalizado el aborto esgrimiendo que la Convención les forzaba a hacerlo.
Otro problema, sigue Ruse, proviene del empleo del término “salud reproductiva” en documentos de Naciones Unidas que no constituyen tratados internacionales. Por ejemplo, el Programa de Acción de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de El Cairo de 1994. Allí, se explicita que la salud reproductiva incluye el recurso al aborto. La definición que se da de “salud reproductiva” en el mismo documento es bastante explícita, pues afirma que ésta implica el poder tener una vida sexual satisfactoria y segura, la posibilidad de reproducirse y la libertad para decidir si se quiere, cuándo y con qué frecuencia hacerlo. Parece difícil reconducir una definición de este tipo que, además, tiene el pecado original de considerar la procreación humana como mera reproducción animal.
Podemos decidir que a partir de ahora ciertas palabras tendrán para nosotros un significado diferente del habitual y comúnmente aceptado. Ya lo hemos visto con el complejo término democracia: por mucho que se añada lo de sana democracia o aquello otro de democracia bien entendida, lo cierto es que las democracias reales occidentales han demostrado ser el triunfo del positivismo más descarnado. Como nuestra capacidad de imponer el nuevo significado se reduce a nuestros cuatro amigos, la realidad seguirá siendo la misma. A lo mejor nuestras conciencias se tranquilizan, pero no nos engañemos hablando de una sana salud reproductiva o de una salud reproductiva rectamente entendida. Las cosas son como son y al final la realidad se impone.