Por lo visto, el viaje de ida entre Méjico y Filipinas era posible, puesto que vientos y corrientes eran favorables a las embarcaciones. El problema venía en el viaje de vuelta. De hecho, “hubo expediciones enteras imposibilitadas de regresar a Nueva España”. “El problema fundamental –prosigue el autor- era que no lograban encontrarse unas corrientes y unos vientos que impulsaran” a los galeones de vuelta a Méjico. Durante años, las embarcaciones se veían obligadas a regresar a los puertos filipinos, y ahí se quedaban, atrapadas ellas con sus marineros en tierras asiáticas sin poder regresar jamás a Nueva España.
¿No les suena a algo? Corriente. Viento. Río impetuoso. Intrépido. ¿No somos nosotros, en cierto modo, como esos barcos? ¿No le pasa a nuestra Iglesia algo similar a lo que le ocurrió al galeón de Manila? Los cristianos hemos
La corriente está al norte. Mucho más al norte. Donde nadie sospecharía. Un día, llega un Andrés de Urdaneta, entra en nuestra taberna, donde ya nos hemos asentado y hecho a la idea de que lo mejor es pasar la vida resignadamente. Sus palabras te sacuden. Nos sacuden. “¡Al norte! ¡Tenemos que navegar más al norte!”, exclama, al borde de la excitación. La mayoría le mira con sorna o compasión, y retoma su lánguida y resignada conversación. Algunos sienten, sin embargo, que se enciende una antigua llama que parecía extinguida y de la que habían olvidado su calor. Y deciden embarcar. Probar una vez más. Sólo una vez más. Confiar en encontrar ese viento, esa corriente que nos arrastre. Está al norte. Mucho más al norte. Y llega el día en que se halla.
Esa corriente existe en la Iglesia. Ese viento impetuoso es real. Es, claro, el Espíritu Santo. Pero es necesario abandonar tierra firme y adentrarse en las aguas misteriosas de la fe, donde las cartas de navegación enmudecen; donde las brújulas del sentido común callan; donde los astrolabios de la razón humana son silenciados, porque no tienen nada que decir. En cierto modo, cada cristiano tiene una corriente del Espíritu que debe de descubrir en el océano de su alma, porque será la única que le llevará a buen puerto.
Álex Navajas