Me estoy leyendo el último y excelente libro de Fernando Paz, “Antes que nadie” (LibrosLibres). En uno de sus capítulos, el historiador da cuenta de la hazaña del galeón de Manila, la inmensa embarcación de 2.000 toneladas que, durante dos siglos y medio, unió las colonias españolas de Filipinas y Méjico, “con un comercio que fue tremendamente fructífero para ambas”.
 
Por lo visto, el viaje de ida entre Méjico y Filipinas era posible, puesto que vientos y corrientes eran favorables a las embarcaciones. El problema venía en el viaje de vuelta. De hecho, “hubo expediciones enteras imposibilitadas de regresar a Nueva España”. “El problema fundamental –prosigue el autor- era que no lograban encontrarse unas corrientes y unos vientos que impulsaran” a los galeones de vuelta a Méjico. Durante años, las embarcaciones se veían obligadas a regresar a los puertos filipinos, y ahí se quedaban, atrapadas ellas con sus marineros en tierras asiáticas sin poder regresar jamás a Nueva España.
 
Hasta que llegó Andrés de Urdaneta. En 1565, el intrépido marino decidió romper moldes; optó por salirse del sentido común y de los esquemas marítimos que, una y otra vez, habían fracasado. Si no se podía regresar “en línea recta”, habría que navegar al norte, mucho más al norte, hasta encontrar los vientos que le impulsaran de regreso a Méjico. Y los encontró. Exactamente, en los 38º, una latitud que nadie antes había osado rebasar. Allí se topó con la corriente de Kuro-Siwo, “un impetuoso río de cálida agua salada, para navegar rumbo al este”. Tras apenas cuatro meses de navegación (un hito en ese momento), arribó al puerto de Acapulco, con lo que quedó inaugurada “la línea de navegación de mayor duración y que más distancia ha recorrido en la historia”.


¿No les suena a algo? Corriente. Viento. Río impetuoso. Intrépido. ¿No somos nosotros, en cierto modo, como esos barcos? ¿No le pasa a nuestra Iglesia algo similar a lo que le ocurrió al galeón de Manila? Los cristianos hemos llegado lejos en la evangelización; más de 1.000 millones de personas confiesan su fe en Cristo. Pero queremos retomar el viaje, seguir navegando como antes, y los vientos nos son contrarios una y otra vez. “Esto siempre había funcionado así”, nos lamentamos, y nos extrañamos de que los jóvenes de hoy no respondan a los mismos programas pastorales de hace 10, 20 ó 50 años. Y nos sorprendemos. Y le echamos la culpa a lo mal que está la sociedad y a que todo es demasiado contrario. Y regresamos a puerto, a nuestras seguridades, a nuestra tierra firme, a lamentarnos en nuestras tabernas del muelle, mientras el precioso cargamento se pudre en las bodegas de nuestros barcos amarrados.
La corriente está al norte. Mucho más al norte. Donde nadie sospecharía. Un día, llega un Andrés de Urdaneta, entra en nuestra taberna, donde ya nos hemos asentado y hecho a la idea de que lo mejor es pasar la vida resignadamente. Sus palabras te sacuden. Nos sacuden. “¡Al norte! ¡Tenemos que navegar más al norte!”, exclama, al borde de la excitación. La mayoría le mira con sorna o compasión, y retoma su lánguida y resignada conversación. Algunos sienten, sin embargo, que se enciende una antigua llama que parecía extinguida y de la que habían olvidado su calor. Y deciden embarcar. Probar una vez más. Sólo una vez más. Confiar en encontrar ese viento, esa corriente que nos arrastre. Está al norte. Mucho más al norte. Y llega el día en que se halla.
Esa corriente existe en la Iglesia. Ese viento impetuoso es real. Es, claro, el Espíritu Santo. Pero es necesario abandonar tierra firme y adentrarse en las aguas misteriosas de la fe, donde las cartas de navegación enmudecen; donde las brújulas del sentido común callan; donde los astrolabios de la razón humana son silenciados, porque no tienen nada que decir. En cierto modo, cada cristiano tiene una corriente del Espíritu que debe de descubrir en el océano de su alma, porque será la única que le llevará a buen puerto.
 
Álex Navajas