Introducción:
A casi 50 años de distancia, el Concilio Vaticano II (19621965) sigue siendo un punto de referencia obligado para poder entender y vislumbrar el pasado, presente y futuro de la Iglesia Católica alrededor del mundo. A continuación, veremos un análisis claro y conciso sobre la intuición que tuvo el Papa Juan XXIII a partir del 25 de enero de 1959 (fecha en que se anunció el Concilio) y el espíritu original con el que los padres conciliares redactaron los diversos documentos que abarcaron constituciones, decretos y declaraciones. Nos guste o no, se trata de un acontecimiento que marcó el siglo pasado y que, a su vez, forma parte fundamental del magisterio de la Iglesia. Iniciado el 11 de octubre de 1962 y concluido el 8 de diciembre de 1965, constituye una luz sobre los principales temas que forman parte de la identidad católica en pleno siglo XXI.
Papa Juan XXIII:
Angelo Giuseppe Roncalli nació en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo, Lombardía, Italia, el 25 de noviembre de 1881. Su niñez giró alrededor del campo y de la gente sencilla que habita en las comunidades rurales. Recibió la ordenación sacerdotal el 10 de agosto de 1904 y ocupo diferentes cargos y funciones. Resultó electo como el 261 vicario de Cristo el 28 de octubre de 1958. Al poco tiempo, intuyó la necesidad de llamar a un Concilio ecuménico y así lo hizo. Se dio cuenta que una institución con más de mil años de existencia, necesitaba ponerse al día y, sobre todo, escuchar las voces de cientos de obispos venidos de todas partes del mundo. Aunque algunos lo señalan como el autor de un movimiento modernista que acabó con la esencia de la Iglesia, lo cierto es que siempre sostuvo lo que hoy conocemos como la hermenéutica de la continuidad. Prueba de ello fue lo que dijo durante el discurso inaugural del Concilio Ecuménico Vaticano II:
“Después de esto, ya está claro lo que se espera del Concilio, en todo cuanto a la doctrina se refiere. Es decir, el Concilio Ecuménico XXI -que se beneficiará de la eficaz e importante suma de experiencias jurídicas, litúrgicas, apostólicas y administrativas- quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres; patrimonio que, si no ha sido recibido de buen grado por todos, constituye una riqueza abierta a todos los hombres de buena voluntad” (No. 6).
San Juan XXIII quiso dejar claro desde el primer momento que el objetivo conciliar, no tenía nada que ver con una suerte de conspiración para cambiar la doctrina y trastornar los cimientos de la fe milenaria de la Iglesia, sino abrirse al signo de los tiempos y superar el desaliento que se estaba viviendo “ad intra”. Prosigamos con el discurso para valorar el optimismo y la valentía con la que el Papa Roncalli quiso dar una respuesta a los fuertes cambios culturales que se estaban dando no sólo en Europa, sino en el resto de los continentes:
“En el cotidiano ejercicio de Nuestro pastoral ministerio, de cuando en cuando llegan a Nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida, y como si en tiempo de los precedentes Concilios Ecuménicos todo hubiese procedido con un triunfo absoluto de la doctrina y de la vida cristiana, y de la justa libertad de la Iglesia.
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente.
En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia” (No. 4).
Ciertamente, haber llegado al discurso inaugural marcado por la frase latina “Gaudet Mater Ecclesia”, no resultó nada fácil para el Papa, pues tuvo que soportar las resistencias que se dieron al interior de la curia romana. Hoy en día pareciera que la historia se repite. El Papa declara una cosa y aquellos que pugnan por alcanzar más poder y relevancia al interior de la Santa Sede, se las ingenian para desprestigiar al obispo de Roma, amplificando las dimensiones de las problemáticas presentes y futuras. A pesar de todo, Juan XXIII logró hacer que zarpara la nave del Concilio y murió con fama de santidad el 3 de junio de 1963.
Papa Pablo VI:
Giovanni Battista Montini, nació en Consecio, Lombardía, Italia, el 26 de septiembre de 1897. Hijo de un conocido abogado, fue ordenado sacerdote el 29 de mayo de 1920. Habiendo destacado en el campo pastoral como Arzobispo de Milán, resultó electo Papa el 21 de junio de 1963. La principal motivación que tenían los cardenales para optar por él, era que se trataba de un hombre equilibrado. Ni conservador, ni liberal. Lo anterior, demuestra cómo entre los padres conciliares existía la conciencia de poner en práctica la hermenéutica de la continuidad, a pesar de los extremos que no faltaron a lo largo y ancho de las sesiones de trabajo.
Tuvo que sufrir los embates de una Iglesia turbulenta y confundida ante tantas teorías y postulados que formaron parte de las discusiones entre los obispos y los observadores venidos de todas partes del planeta. Del lado conservador, encaró las dificultades y actitudes cismáticas (aunque no en sentido formal) de Mons. Marcel Lefebvre (19051991) y en lo que se refiere al ala progresista, tuvo que encarar a los que buscaban la abolición del celibato sacerdotal (Cf. Sacerdotalis Caelibatus), así como la incursión del secularismo y el marxismo al interior de la vida religiosa. Lo anterior, provocó excomuniones y poca estabilidad durante su pontificado.
Finalmente, clausuró el Concilio Vaticano II el 8 de diciembre de 1965. Fue el primer Papa en utilizar un avión para sus viajes apostólicos y el principal responsable de la guía pastoral de la Iglesia del postconcilio, que es la misma que fundó Cristo sobre Pedro y los sucesores de los apóstoles. Murió con fama de santidad el 6 de agosto de 1978. El Papa Francisco lo beatificó el 19 de octubre de 2014. 
La libertad religiosa:
Sobre el particular, contamos con la declaración “Dignitatis Humanae”, correspondiente al 7 de diciembre de 1965. En ella se aboga por la libertad religiosa, lo cual, presupone la sana separación entre la Iglesia y el Estado. Lógicamente, esto no fue bien recibido por todos, pues las inercias y el medio al cambio son una constante en la vida del ser humano. Hoy por hoy, no faltan quienes se oponen a dicho principio y acusan al Concilio Vaticano II de haber caído en contradicción con el resto de los Concilios, sin embargo, la realidad es otra. La libertad religiosa hunde sus raíces en el Evangelio, pues Jesús nunca coaccionó a sus discípulos para que creyeran en él y lo siguieran. Veamos lo que se dice en la “Dignitatis Humanae”:
“Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en verdad, y por eso éstos quedan obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que El mismo ha creado, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús, en quien Dios se manifestó perfectamente a sí mismo y descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo pacientemente e invitó a los discípulos. Es verdad que apoyó y confirmó su predicación con milagros, para excitar y robustecer la fe de los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos. Reprobó ciertamente la incredulidad de los que le oían, pero dejando a Dios el castigo para el día del juicio. Al enviar a los Apóstoles al mundo les dijo: "El que creyere y fuere bautizado se salvará; mas el que no creyere se condenará" (Mc., 16, 16). Pero El, sabiendo que se había sembrado cizaña juntamente con el trigo, mandó que los dejaran crecer a ambos hasta el tiempo de la siega, que se efectuará al fin del mundo. Renunciando a ser Mesías político y dominador por la fuerza, prefirió llamarse Hijo del Hombre, que ha venido "a servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10, 45). Se manifestó como perfecto Siervo de Dios, que "no rompe la caña quebrada y no extingue la mecha humeante" (Mt., 12, 20). Reconoció la autoridad civil y sus derechos, mandando pagar el tributo al César, pero avisó claramente que había que guardar los derechos superiores de Dios: "dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt., 22, 21). Finalmente, al consumar en la cruz la obra de la redención, para adquirir la salvación y la verdadera libertad de los hombres, completó su revelación. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a Sí mismo (No. 11).
“Dar al César”, implica el reconocimiento del derecho civil positivo; siempre y cuando, no atente en contra de la caridad. Es decir, no se puede pasar por encima de la libertad humana. Si Dios no lo ha hecho, ¿por qué habríamos de hacerlo nosotros? Además, ¿qué sentido tendría hablar de fe si no hay un consentimiento de por medio? Sería una profesión vacía y realmente absurda. No se trata de imponer, sino de proponer. La cita anterior, parte de lo que se ha establecido en las Sagradas Escrituras y, por ende, no hay contradicción entre el Concilio Vaticano II y lo que pusieron en práctica las primeras comunidades cristianas.
El ecumenismo:
Los padres conciliares vieron la necesidad de dialogar y construir la paz con las diferentes corrientes protestantes; especialmente, para que nunca se volviera a dar una guerra en el nombre de Dios. En este sentido, se buscó reforzar las relaciones con los cristianos separados de la Iglesia Católica. Ahora bien, esto no quiere decir que se hayan devaluado las misiones o que la verdad cristiano-católica tuviera que ser vista a través de una corriente marcada y definida por el relativismo. Al contrario, se reafirmó el valor del depósito de la fe. Por desgracia, han proliferado los teólogos que niegan los puntos medulares de la revelación y que, por lo mismo, desvirtúan el sentido ecuménico, dándole un giro relativista; sin embargo, lo anterior no es culpa del Concilio o de los Papas posteriores (Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco), sino de interpretaciones subjetivas y unilaterales que deben ser aclaradas para evitar que los cristianos de a pie se conviertan en víctimas de aquellos que han prescindido de la autoridad magisterial.
Acudamos a las fuentes. En este caso, al decreto “Unitatis Redintegratio” de fecha 21 de noviembre de 1964:
“Efectivamente, por causa de las varias discrepancias existentes entre ellos y la Iglesia católica, ya en cuanto a la doctrina, y a veces también en cuanto a la disciplina, ya en lo relativo a la estructura de la Iglesia, se interponen a la plena comunión eclesiástica no pocos obstáculos, a veces muy graves, que el movimiento ecumenista trata de superar. Sin embargo, justificados por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo y, por tanto, reciben el nombre de cristianos con todo derecho y justamente son reconocidos como hermanos en el Señor por los hijos de la Iglesia católica.
Es más: de entre el conjunto de elementos o bienes con que la Iglesia se edifica y vive, algunos, o mejor, muchísimos y muy importantes pueden encontrarse fuera del recinto visible de la Iglesia católica: la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones interiores del Espíritu Santo y elementos visibles; todo esto, que proviene de Cristo y a El conduce, pertenece por derecho a la única Iglesia de Cristo” (No. 3).
Se trata, por lo tanto, de valerse de los elementos comunes, como la centralidad de la Palabra de Dios, para ir caminando hacia el encuentro definitivo de los unos con los otros, bajo la guía de un mismo pastor. Esto se ha verificado en el retorno de un número significativo de anglicanos a través de los ordinariatos. Lógicamente, el ecumenismo supone evitar toda expresión que provoque un daño mucho mayor. Por ejemplo, ser incapaces de dialogar al utilizar adjetivos peyorativos:
“Tales son, en primer lugar, todos los intentos de eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones en ellos; en segundo lugar, "el diálogo" entablado entre peritos y técnicos en reuniones de cristianos de las diversas Iglesias o comunidades, y celebradas en espíritu religioso. En este diálogo expone cada uno, por su parte, con toda profundidad la doctrina de su comunión, presentado claramente los caracteres de la misma. Por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de cada comunión; en tercer lugar, las diversas comuniones consiguen una más amplia colaboración en todas las obligaciones exigidas por toda conciencia cristiana en orden al bien común y, en cuanto es posible, participan en la oración unánime. Todos, finalmente, examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo con relación a la Iglesia y, como es debido, emprenden animosos la obra de renovación y de reforma” (No. 4).
Conclusión:
El punto medular del artículo es aclarar que los abusos y versiones unilaterales que se han dado en el nombre del Concilio Vaticano II, no corresponden a la letra de los documentos conciliares o del catecismo de la Iglesia. Conviene hacer una distinción muy clara entre una cosa y la otra. El problema no han sido las constituciones, declaraciones y decretos, sino la interpretación que algunos sectores conservadores y progresistas le han dado.  Recordemos que no se trata de condicionar la verdad a lo que digan determinados teólogos y filósofos, pues aunque sus obras son válidas en tanto nos ayudan a profundizar en temas que desconocemos, la última palabra en lo que se refiere a la línea oficial de la Iglesia la tiene el Papa; mismo que le ha dado plena validez al Concilio Vaticano II a través de la hermenéutica de la continuidad. Somos la misma Iglesia que hace mil años; sin embargo, buscamos una renovación integral en las formas y caminos que existen para dar a conocer la palabra de Dios.