Seguramente se hayan dado cuenta de lo fácil que es enredarse con palabras y conceptos sacados de contexto, o interpretados de manera equivocada. Los bienaventurados no son los que pasan hambre, o han perdido la casa en un terremoto, como acaba de suceder en Italia, o se han quedado sin trabajo, o se dedican a pedir limosna en las esquinas o limpiar parabrisas (casi siempre limpios) en los semáforos. La pobreza debe ser “de espíritu” y el hambre y la sed “de justicia”, que en el lenguaje bíblico significa ser justos en la presencia de Dios, es decir, santos.
¿A qué llamamos entonces virtud de la pobreza? A la victoria contra la avaricia, al desprendimiento de las cosas materiales, que a veces significa renunciar a poseer lo que sé que no me hace falta, y otras hacer uso de las cosas sin apegarse a ellas, sin poner el corazón en ellas. Los pecados contra la virtud de la pobreza serían el lujo excesivo, el derroche, la vanidad y prepotencia, la mala administración o el descuido, la tacañería, toda clase de robo (obviamente) y todos los atentados contra la propiedad ajena, también los que se cometen con guante blanco, quiero decir amparados por el poder, la autoridad, la ley: expropiación de bienes injustificada, impuestos excesivos, salarios injustos, especulación con los precios, malversación de fondos públicos, etc.
Las virtudes anexas a la “pobreza cristiana” como estilo de vida son la generosidad, la limosna, la sencillez, la solidaridad, la magnanimidad, el dominio de sí mismo, el orden y cuidado de lo que usamos, el civismo, la sobriedad, la humildad y en fin, la reina de todas las virtudes que es la caridad que es amor a todos, y se traduce en el respeto de toda persona humana, que podíamos también llamar “bien común”, el bien de todos y de cada uno, fundamento de la doctrina social cristiana. Viene a cuento la llamada “regla de oro”: “Haz por los demás lo que quieras que hagan por ti” o en forma negativa: “no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
Este modo evangélico de vivir libera el corazón humano de angustias, lo llena de la alegría de compartir lo que tiene con los demás, pues hay más gozo en dar que en recibir, y crea estructuras sociales más justas y humanas.
Creo que en este momento de crisis que vivimos, esta vez me refiero sobre todo a la económica, es bueno sacar tres conclusiones extraordinariamente evidentes: Estamos como estamos porque no hemos vivido la “virtud de la pobreza”, sobre todo algunos. En segundo lugar, si queremos salir de la crisis tenemos que cultivar esta virtud, aprender a vivir en un modo más sobrio y sobre todo más generoso, renunciando a nuestro egoísmo y pensando en los demás. En tercer lugar, mientras superamos con ayuda de TODOS este momento angustioso, más o menos largo, tenemos que volcarnos en asistir a los que lo están pasando peor, compartiendo lo poco que tengamos, sin cerrar los ojos ante los problemas del vecino. Si es así, podremos conseguir que sea una crisis de crecimiento, de aprendizaje, un buen “capón” que en cierto modo nos merecíamos por no haber hecho nuestros “deberes” antes.