Toda la Regla está escrita desde la tradición monástica, pero eso sí, enriquecida por la propia experiencia de S. Benito. Se recibe lo que nos entregan cuando de verdad se ha hecho propio. Y, en esa apropiación, hay variación en lo recibido, pues a ello se le añade, al menos, el haber sido vivido por alguien en una nueva situación. Hay personas que además, por la radicalidad de su experiencia, por los dones recibidos y la fidelidad a los mismos, aportan un notable progreso a la tradición.

 

Estas páginas son, por tanto, un testigo de la tradición monástica, pero, a la vez, testimonio de su autor. Mas, siendo esto así en todos sus rincones, sin embargo, hay momentos, no muchos, en los que su autor parece correr ligeramente el velo que cela su intimidad. Uno de ellos es éste.

 

El monje, en madurez de vida humana y espiritual, ante las dificultades que al bisoño se le presentan, pone delante de él la esperanza en carne de propia experiencia. El maestro-padre es alguien que ha progresado en un modo de vida, la monástica, y ha madurado en la fe; gracias a lo cual, por el camino, que antes costaba caminar, ahora se corre ligero con el corazón dilatado y saboreando la dulzura de un amor inexpresable con palabras, pues es el de Dios. Los mandatos del Señor, cuando uno se ha identificado con su amor, no es que sean simplemente llevaderos, es que uno se ha hecho uno con ellos. El amor hace posible el amor.

 

El corazón, tal y como lo entiende la Biblia, es ese centro del hombre en el que encuentran su armonía las propias facultades, todo lo que es uno mismo. Pero esto se da en cuanto el hombre está en comunión con Dios. El corazón limpio es el que está en sinfonía con su Creador, que lo llama. Y ése es quien puede ver a Dios.

 

Y puede verlo porque es visto, porque se deja mirar. Esta desnudez es su pequeña ofrenda, hecha posible por el paciente amor con que Dios ha ido venciendo ese temor y desconfianza que lo mantenían cerrado sobre sí mismo y mirándose a sí. Ya no se esconde asustado, al sentir la cercanía divina, tras los matorrales, sino que se abre totalmente a ser visto por ese Dios que musita su nombre. Su contemplación no es la mirada a algo externo, sino la presencia del mirar de Dios en él.

 

Es actualidad en él del amor divino. Por eso puede correr por el camino de sus mandatos, porque el amor ha dilatado su corazón.