La intimidad con la Santa Trinidad que mora en nosotros requiere silencio. Escuchar la voz del Espíritu en medio de tantas solicitudes ruidosa como nos rodean es un trabajo importante. No sirve tener buena voluntad. Hay que dejarse seducir por Jesucristo y no anteponer nada a su amor.
Santa Teresa de Jesús, en el capítulo 21 del Camino de Perfección, número 2, tiene el famoso párrafo dedicado a los principiantes, que nos viene muy bien a todos si queremos caminar según la acción del Espíritu Santo. «Ahora, tornando a los que quieren ir por él y no para hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de la vida, cómo han de comenzar, digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo; como muchas veces acaece con decirnos: “hay peligros”, “fulana por aquí se perdió”, “el otro se engañó”, “el otro que rezaba mucho cayó”, “hacen daño a la virtud”, “no es para mujeres, que les podrán venir ilusiones”, “mejor será que hilen”, "no han menester esas delicadezas”, “basta el paternóster y avemaría”».
El Papa Francisco supone esa decisión cuando nos pregunta: «Entonces, me atrevo a preguntarte: ¿Hay momentos en los que pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras? Y si ante el rostro de Cristo todavía no logras dejarte sanar y transformar, entonces penetra en las entrañas del Señor, entra en sus llagas, porque allí tiene su sede la misericordia divina».
No podemos acudir al silencio como una evasión. El silencio verdadero es encuentro con los hermanos y el mundo. El Peregrino Ruso nos dice: «Cuando me encontraba con la gente, me parecía que eran todos tan amables como si fueran de mi propia familia… Y la felicidad no solamente iluminaba el interior de mi alma, sino que el mundo exterior me parecía bajo un aspecto maravilloso».
Un punto importante es la oración de súplica. No es una oración menor. Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo están llenas de súplicas, especialmente los salmos. Jesucristo la usa en momentos difíciles. Él mismo ruega por los demás y las personas le suplican llenas de confianza. «No quitemos valor a la oración de petición, que tatas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo, una expresión de amor al prójimo…La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños».
Cuando penetramos en la intimidad en Dios, surge desde dentro la necesidad de adorarlo. Se comprende su grandeza y mi pequeñez. Incluso es buena la postración. En la Eucaristía: «Allí, el único absoluto recibe la mayor adoración que puede darle esta tierra, porque es el mismo Cristo quien se ofrece. Y cuando lo recibimos en la comunión renovamos nuestra alianza con él y le permitimos que realice más y más su obra transformadora».