Como si hubiesen sido llevados por una fuerza para ellos desconocida, llegaron a su destino en menos de 30 horas, en una Citroen Jumpy industrial tan incómoda para viajar como puede serlo una cabina de teléfonos. ¿Cómo lo hicieron? Ni ellos lo recuerdan, lo que sí que cuentan es que no fue por tener prisa, sino que más bien condujeron sin parar porque era Alguien, Otro, el que la tenía por ellos.
Su viaje se convirtió en peregrinación y aunque de ella regresaron seis días después, en realidad, ese fue el inicio de otro trayecto aún más largo. Partieron como digo de Madrid, la mañana del 31 de julio de 2006 y aunque regresaron a casa una semana después, aquel fue un viaje sin retorno, del que ellos nunca volvieron, al menos como se fueron. Entonces no se dieron cuenta, pero con los años han sabido ver que convertirse en peregrinos de aquella furgoneta fue hacer un viaje sin billete de vuelta.
Allí vieron cosas nuevas, gentes venidas desde todas partes de la Tierra que se reunían en torno a algo con la misma fuerza y la misma llamada con la que ellos cuatro habían sido llevados a ese lugar que parecía más de otro planeta.
Los viajeros escucharon esos testimonios de viva voz de cinco de los seis, que hablaban con una cercanía y sencillez inusitada sobre una joven judía nacida en la lejana Palestina de hace dos mil años y que ha pasado a la Historia como la Madre de Jesús.
Todo lo que sobre ella se ha enseñado y dicho a lo largo de la Historia, estos hombres lo explicaban con la cercanía de quien hubiese estado con ella allí, en Belén, en Nazaret, en Jerusalén… Parecía como si la hubiesen conocido, como si la hubiesen tocado, como si realmente hablasen con ella. En sus testimonios hacían fácil de entender lo que no tiene explicación humana, lo que ni los teólogos han sabido colocar en el corazón del hombre a base de romperse la cabeza con estudios interminables y libros de los llamados de cabecera; en sus miradas irradiaban la confianza del que no gana nada por contar lo que cuenta; en sus gestos se notaba una paz envidiada. Se movían, hablaban y vivían como ángeles sin alas, o si lo prefieres, como hombres que vivían más del cielo que de la Tierra, aunque con la normalidad del que sabe que en casa le espera una familia, un trabajo, un problema de salud, una tarea…
El último de sus seis días de peregrinación, los cuatro viajeros tuvieron dos regalos maravillosos que no podrán olvidar jamás, y que nadie nunca les podrá rebatir, ni quitar, ni negar. El primero de ellos, un encuentro con un fraile de metro noventa y manos tan grandes como las zarpas de un oso, solo comparables por su tamaño y fuerza a la de ese corazón arrasado por el fuego del amor que escondía en su pecho, prendido en llamas como por una fuente de queroseno inagotable que incendia con la mirada a todo aquel que se cruza con ella.
El segundo regalo fue una despedida, pero no una más, no una cualquiera. Fue una despedida tangible, inolvidable, que dejó en ellos una huella indeleble no en la piel como los tatuajes o las cicatrices, sino en el alma, como una gracia divina que confirma que nada fue inventado. A partir de ahí, carretera y manta. Ya estaban de vuelta.
Al probar la delicia de lo que probaron, su ser más íntimo se inflamó de un fuego inapagable, incombustible. Se les ve en los ojos, se les nota en el tono de voz. Su yo más íntimo se armó de un valor asombroso que les hizo compartir sin miedo ni vergüenza asuntos que tan solo unos días antes hubiesen ignorado; Se vieron sorprendidos por una necesidad de compartir con quienes fuese algo ajeno a ellos a lo que era imposible poner palabras. Y como no pudieron, pues no se las pusieron y decidieron construir hechos, cada uno a su manera.
Cada cual sacó sus propias conclusiones y encontró su camino en medio de esa vorágine escondida que nadie veía, pero que reflejaba en sus argumentos sobre asuntos de la vida una autoridad y convencimiento que hacía que ni sus hermanos y amigos, esposa e hijos, les reconocieran. Fue así como el padre de familia, como si no tuviera otros problemas y preocupaciones, se decidió a llevar el verano siguiente a tantas personas como cupieran en un autobús al mismo lugar del que ni él mismo ni sus amigos habían regresado del todo como se fueron. Se atrevió a sacarles a cincuenta desconocidos ese billete de ida de un viaje sin retorno, del que se vuelve siendo diferente.
Quienes lo organizan no saben nada de quienes irán a este viaje, ni qué sucederá en él. No tienen ni idea de qué y cómo lo vivirán, de cuáles son las motivaciones de los que vayan con ellos, ni sus proyectos, ni sus miedos, ni sus ilusiones. No saben de dónde vendrán ni por qué. No saben nada de nada.
Quienes lo organizan no lo hacen por diversión, ni por dinero, ni porque se aburran, ni porque no tengan otros planes en los que gastar sus vacaciones. Tan solo han sentido la llamada de hacerlo, y hacerlo aumentando el pasaje, con lo que eso conlleva, y cuando les miras a los ojos y hablas con ellos, te das cuenta de que no es que hayan dicho que sí a esa inquietud, a esa llamada, sino que sabiendo lo que ya saben, no han podido decir que no. Es el fuego que no se apaga, el amor más intenso, la alegría de compartir algo muy, muy bueno.
Mira, para que seis años después esto no haya acabado mal y encima siga creciendo, la única explicación es que quien lo planea sea un tal Dios, Aquel cuya única respuesta a tu atrevimiento es el amor. No porque tú te ofrezcas y Él te lo de a cambio en un negocio calculado con sumas y rédito, sino porque Él te amó primero y con este viaje te abres a aceptarlo, a acogerlo.
¿Tienes miedo? Sí, el amor duele, pero es amor, y fuera de él, el mismo sufrimiento duele tanto como dentro, pero sin sentido ni concierto. Sin esperanza ni alegría, sin consuelo.
Yo te digo que la única forma de saber lo que pasaría en ese viaje contigo dentro es formando parte de él, sacando un billete en uno de esos autobuses, aún sabiendo que el billete es solo de ida. Con vuelta, sí, pero sabiendo que el que da esta oportunidad a Dios, vuelve cambiado. Como si fuese otro el que regresa, o como si quien volviese fuese aquel que nunca debió de dejar de ser como Dios lo había pensado, amado y hecho. El reto de averiguarlo es sin duda uno de los más grandes de tu vida.
Los cambios dan miedo, más aún a medida que vas creciendo. Aún así y a mis 35 palos, yo ya he sacado mi billete de ida. La vuelta será como Dios quiera.
No te quedes mirando. Entra en
www.medjujoven.com