El sonido de los cascos de mi caballo resuena en el silencio de la madrugada. Estoy ante una de las puertas de la muralla de Jerusalén. La puerta de las basuras, la puerta de los desperdicios, llamada así porque, en sus orígenes era la puerta que servía para sacar la basura de la ciudad. Justo debajo del arco, tomo mi primera decisión: bajarme del caballo. No sé muy bien porqué estoy aquí, no sé muy bien cómo he llegado aquí, pero ya que la vida me ha conducido a este lugar, debo aprovechar el momento. Me bajo de mi preciado caballo, símbolo de mi poderío, signo de mi posición, cumbre de mi vanidad. Noto un quejido, un lloro interior, una molestia profunda. Es mi niño interior que se rebela y se resiste a soltarse, por miedo y orgullo. Me bajo y espoleo en la grupa a mi querido y estupendo caballo para que se vaya. Lo veo irse al galope, supongo que en busca de otro dueño, de otro amo que lo cabalgue… Adiós.
Inicio mi nueva andadura subiendo la cuesta que me llevará hasta el muro de las lamentaciones. Hace un frío intenso, pero siento que me sobra peso. Me sobra la armadura y tomo la segunda decisión: despojarme de mi protección, deshacerme de mis defensas, quitarme las caretas. Comienza por los pies. Me quito los escarpines, grebas y rodilleras y los arrojo cuesta abajo. La primera sensación es de una intensa liberación. Camino mucho más ágil y rápido. He de abandonar tantas seguridades, tantos apoyos y tantas confianzas en cosas que me producen más preocupación que seguridad. A lo largo de mi vida he ido comprobando que cuánto más intento asegurarme la vida, más tenso y preocupado me siento. A partir de ahora confiaré y no temeré y me abandonaré a la divina providencia. Un mendigo se remueve entre sus harapos en la cuneta, mientras parece adivinar mi situación interior:
—¡Iluso! — me espeta misteriosamente.
Después de unos segundos de incertidumbre consigo reponerme y continuar el camino iniciado. Y tomo mi tercera decisión: hecho mano al faldón, desabrocho el cinto y lo arrojo lejos. Comprendo que deseo romper con las seducciones y pasiones más bajas. La sensualidad, los placeres, las ambiciones que me han esclavizado toda la vida. No he dominado yo mis instintos sino que ellos me han dominado a mí.
Unos críos pasan por mi lado, jugando y gritando a pesar de que la ciudad duerme:
—¡Disfruta! ¡Ríe y pásalo bien!
Quizás estos pequeños tienen razón y la vida sean dos días que hay que exprimir al máximo... Pero entonces, recuerdo mis años de hábitos, obsesiones y vicios que tanto sufrimiento me acarrearon por abrir la puerta a placeres sin importancia. Lo malo no es lo que miro, sino cómo lo miro. Mi corazón está lleno de ídolos, y no quiero seguir siendo dominado por ellos.
La ascensión se hace más suave y al frente se abre ya, la plaza del muro. Tomo la cuarta decisión: quitarme el peto. Mi pecho queda al descubierto sin protección ni defensa. Me paso la vida protegiéndome de los demás, poniendo barreras y prejuicios entre ellos y yo. Siempre he creído proteger mis sentimientos y mis complejos, pero hoy me abro al futuro, a la vida y al riesgo. No quiero seguir viviendo con miedo.
Un transeúnte de mal aspecto se acerca y me pongo en guardia esperando el asalto. Pienso que el mundo está lleno de maldad y de eso no me podré librar, pero, entonces, miro al cielo y escucho una voz en mi interior:
—¡Dios me protegerá! El señor es mi pastor y nada me faltará.
El extraño pasa de largo y recupero el ánimo y la decisión de acabar mi pequeño camino por el que voy dejando mis basuras y arrojando mis lastres. Giro a la derecha y contemplo el muro de las lamentaciones ante mí. Inmenso, fuerte, imponente. Me acerco lentamente y tomo la última decisión: descubrir mi cabeza. Me arranco el yelmo con violencia, harto de tantos errores, prejuicios y mentiras que pueblan mi mente. Estoy harto de vivir frustrado por mis ambiciones insatisfechas, de vivir ahogado por no poder dar la talla, de vivir encogido por ser incapaz de perdonar, de vivir una triste doble vida. Necesito descansar, necesito ser liberado.
Un grupo de judíos conversan a mi derecha mientras estoy parado a unos metros de llegar al muro:
—No va a poder.
—No debería.
—No sabrá.
—Se ha rendido.
No escucho.
Inicio los últimos pasos de mi pequeño peregrinaje. Llego hasta la base del muro. Lo toco. Lo abrazo. El frío huye. El calor llega. Descanso. Cierro los ojos y rezo. Oigo una voz en mi interior y fuera de mí. Una voz desde lo profundo y desde lo infinito:
—¡Descansa en mí! No luches más. Abandónate a mí. Te he esperado aquí desde toda la eternidad. Busca mis pensamientos, busca mis deseos, busca mi amor, busca mi voluntad. Deja de darte contra el muro. Abandona tus cabezonerías y tus convencimientos… y descansa en mí… yo te haré sabio, fuerte y valiente. Reconoce tu debilidad, dame tus pecados y confía en mí.
Estoy cerca de una hora en este trance mientras va amaneciendo. Recupero la noción de la realidad y me separo del muro. Reemprendo el camino que me llevó hasta aquí, pero mi caminar es ahora diferente. Estoy libre, ágil y esperanzado. Encaro el futuro lleno de serenidad y vacío de deseos. Dios irá escribiendo las páginas de mi vida. Renuncio a escribirlas yo. Salgo por la puerta de las basuras, despojado de mis barreras, despojado de mis anhelos. Abierto a lo que Dios quiera de mí. Esta será mi guía, mi meta y mi felicidad: cumplir la voluntad de Dios.
Oigo a lo lejos el canto de un gallo y pienso en mi condición humana tan débil y tan pecadora. Pero pienso en la misericordia de Dios y en su resurrección.
Nunca olvidaré que estoy hecho de barro, pero nunca desconfiaré… del poder de Dios.
“Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 24)
Inicio mi nueva andadura subiendo la cuesta que me llevará hasta el muro de las lamentaciones. Hace un frío intenso, pero siento que me sobra peso. Me sobra la armadura y tomo la segunda decisión: despojarme de mi protección, deshacerme de mis defensas, quitarme las caretas. Comienza por los pies. Me quito los escarpines, grebas y rodilleras y los arrojo cuesta abajo. La primera sensación es de una intensa liberación. Camino mucho más ágil y rápido. He de abandonar tantas seguridades, tantos apoyos y tantas confianzas en cosas que me producen más preocupación que seguridad. A lo largo de mi vida he ido comprobando que cuánto más intento asegurarme la vida, más tenso y preocupado me siento. A partir de ahora confiaré y no temeré y me abandonaré a la divina providencia. Un mendigo se remueve entre sus harapos en la cuneta, mientras parece adivinar mi situación interior:
—¡Iluso! — me espeta misteriosamente.
Después de unos segundos de incertidumbre consigo reponerme y continuar el camino iniciado. Y tomo mi tercera decisión: hecho mano al faldón, desabrocho el cinto y lo arrojo lejos. Comprendo que deseo romper con las seducciones y pasiones más bajas. La sensualidad, los placeres, las ambiciones que me han esclavizado toda la vida. No he dominado yo mis instintos sino que ellos me han dominado a mí.
Unos críos pasan por mi lado, jugando y gritando a pesar de que la ciudad duerme:
—¡Disfruta! ¡Ríe y pásalo bien!
Quizás estos pequeños tienen razón y la vida sean dos días que hay que exprimir al máximo... Pero entonces, recuerdo mis años de hábitos, obsesiones y vicios que tanto sufrimiento me acarrearon por abrir la puerta a placeres sin importancia. Lo malo no es lo que miro, sino cómo lo miro. Mi corazón está lleno de ídolos, y no quiero seguir siendo dominado por ellos.
La ascensión se hace más suave y al frente se abre ya, la plaza del muro. Tomo la cuarta decisión: quitarme el peto. Mi pecho queda al descubierto sin protección ni defensa. Me paso la vida protegiéndome de los demás, poniendo barreras y prejuicios entre ellos y yo. Siempre he creído proteger mis sentimientos y mis complejos, pero hoy me abro al futuro, a la vida y al riesgo. No quiero seguir viviendo con miedo.
Un transeúnte de mal aspecto se acerca y me pongo en guardia esperando el asalto. Pienso que el mundo está lleno de maldad y de eso no me podré librar, pero, entonces, miro al cielo y escucho una voz en mi interior:
—¡Dios me protegerá! El señor es mi pastor y nada me faltará.
El extraño pasa de largo y recupero el ánimo y la decisión de acabar mi pequeño camino por el que voy dejando mis basuras y arrojando mis lastres. Giro a la derecha y contemplo el muro de las lamentaciones ante mí. Inmenso, fuerte, imponente. Me acerco lentamente y tomo la última decisión: descubrir mi cabeza. Me arranco el yelmo con violencia, harto de tantos errores, prejuicios y mentiras que pueblan mi mente. Estoy harto de vivir frustrado por mis ambiciones insatisfechas, de vivir ahogado por no poder dar la talla, de vivir encogido por ser incapaz de perdonar, de vivir una triste doble vida. Necesito descansar, necesito ser liberado.
Un grupo de judíos conversan a mi derecha mientras estoy parado a unos metros de llegar al muro:
—No va a poder.
—No debería.
—No sabrá.
—Se ha rendido.
No escucho.
Inicio los últimos pasos de mi pequeño peregrinaje. Llego hasta la base del muro. Lo toco. Lo abrazo. El frío huye. El calor llega. Descanso. Cierro los ojos y rezo. Oigo una voz en mi interior y fuera de mí. Una voz desde lo profundo y desde lo infinito:
—¡Descansa en mí! No luches más. Abandónate a mí. Te he esperado aquí desde toda la eternidad. Busca mis pensamientos, busca mis deseos, busca mi amor, busca mi voluntad. Deja de darte contra el muro. Abandona tus cabezonerías y tus convencimientos… y descansa en mí… yo te haré sabio, fuerte y valiente. Reconoce tu debilidad, dame tus pecados y confía en mí.
Estoy cerca de una hora en este trance mientras va amaneciendo. Recupero la noción de la realidad y me separo del muro. Reemprendo el camino que me llevó hasta aquí, pero mi caminar es ahora diferente. Estoy libre, ágil y esperanzado. Encaro el futuro lleno de serenidad y vacío de deseos. Dios irá escribiendo las páginas de mi vida. Renuncio a escribirlas yo. Salgo por la puerta de las basuras, despojado de mis barreras, despojado de mis anhelos. Abierto a lo que Dios quiera de mí. Esta será mi guía, mi meta y mi felicidad: cumplir la voluntad de Dios.
Oigo a lo lejos el canto de un gallo y pienso en mi condición humana tan débil y tan pecadora. Pero pienso en la misericordia de Dios y en su resurrección.
Nunca olvidaré que estoy hecho de barro, pero nunca desconfiaré… del poder de Dios.
“Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 24)