Hacía un calor fuerte –era agosto-, pero era más fuerte la impresión de bochorno por los árboles calcinados. Predominaban, tristemente por tratarse de una montaña, los tonos negros y grises. Tuve la impresión de que habían quemado parte de mi pasado. En aquellas montañas puede decirse que apuntó mi vocación sacerdotal, en repetidos días de retiro, con varios camaradas de colegio, que compartíamos la misma ilusión, aún no del todo decidida.
Sabía que habían incendiado gran parte de aquellos bosques inmensos. Quise verlo con mis propios ojos. He de confesar que, al cabo de un rato de marcha, renuncié a seguir. El olor a quemado era todavía continuo. El paisaje actual dificultaba recrear en mi imaginación el de mi juventud. Nada quedaba de la densa pinaza que había pisado tantas veces y en la que había fijado la vista, mientras tejía mis primeras experiencias de oración con el Señor. Nada quedaba de las copas brillantes de los pinos, que se extendía en muchas horas de marcha y que contemplé años antes, mientras adivinaba en mi vida un futuro sacerdotal.
¿Hay algún mal más gratuito, absurdo, sin sentido, que quemar los montes? Sí. Porque hay muchos paisajes quemados en nuestro ambiente, que no sólo en los montes. El arrancar -o resquebrajar- la fe y la moralidad de niños y jóvenes, el abuso del débil, la pornografía extendida por todos los medios, son modos actuales de quemar el monte, de destruir, dejando un olor acre y un tono agrisado y triste en las conciencias.
Hoy quiero fijarme en el incendio continuo de valores nobles a manos de la televisión u otros medios de comunicación. Se ridiculizan los gestos nobles. Se dan por normales actitudes rechazables. Es una forma de arrasar las conciencias. Si el individuo no tiene capacidad de crítica, se van creando unos juicios de valor y unos esquemas de comportamiento equivocados y destructores. Insistentemente se quema lo bueno y se presentan como atractivas las actitudes destructoras de la moral, es decir, del hombre.
¿Un botón de muestra? Se dio hace bastante tiempo una emisión-reportaje sobre un pequeño estado europeo. En cierto momento se afirma que, en aquella nación, se han superado muchos “convencionalismos sociales”. Como ejemplo se hace saber que más del 30% de los nacidos son hijos naturales. Y, tras esta contundente afirmación, según la cual tener hijos dentro de una familia es un “convencionalismo social”, se sigue hablando despreocupadamente de otros temas. Pero detengámonos en aquella. ¿Qué es un “convencionalismo” (palabra muy utilizada hoy). Al decir de la Real Academia Española, es “un conjunto de opiniones o procedimientos basados en ideas “falsas” que, por comodidad o “conveniencia social”, se tienen como verdaderos”. Juzgue el lector si es o no grave que se tenga por “convencionalismo” el derecho del niño a nacer en un hogar formado y a tener padres. Si es admisible que se tache de “idea falsa” aquella que supone que el hijo nazca de una unión estable. Si es cierto que los hijos nacen de un matrimonio por “comodidad” o “conveniencia social”.
Como se ve, por contraste, los católicos ya hacen mucho con “estar” en el mundo, como tales, con naturalidad, con alegría, dando testimonio de familia sana y normal, y con firme convicción de estar realizando la vida, siguiendo el plan de Dios.
No debemos menospreciar los detalles, porque, sin proponérnoslo, muchas acciones nuestras son indicadores positivos o negativos para otros. Engendramos agradecimiento o amargura, sembramos alegría o preocupación. Dejamos tras nosotros una sonrisa o un entrecejo. Creamos un ambiente distendido o agresivo.
Cada día experimentamos cómo cualquier servicio o detalle, dado o recibido, nos deja fríos o con un buen sabor de boca y de corazón. Depende del talante de quien los realizó. Son los detalles los que pueden hacer de una jornada un día gris o alegre.
Ya hace algún tiempo, hablan los científicos del “efecto mariposa”, según el cual, “el aletear de una mariposa, hoy en Pekín., podría producir una tempestad aquí dentro de tres meses, y que evidencia la globalidad de un sistema complejo como la atmósfera”. (David Jou).
Muchos antes de que la ciencia estudiara tan a fondo los “sistemas complejos”, en las familias, en los lugares de trabajo, en círculos de amigos y en el hondón del alma se tenía conciencia del “efecto mariposa”. Positiva o negativamente detalles aparentemente insignificantes desencadenan reacciones de agresividad o de cordialidad, que no raras veces irradian durante años. Somos muy capaces de superar, con caridad y humanidad, la rutina que aburre nuestro interior o hiela el trato con los otros.
Hace casi exactamente 200 años Schiller ya se planteaba este problema. A medida, decía, que se dividen más rigurosamente las ciencias y se mecaniza el engranaje de la sociedad y del Estado, el hombre “nunca desarrolla la armonía de su ser, y en vez de grabar en su naturaleza la “humanidad”, pasa a ser simplemente un reflejo de su ocupación o de su ciencia. El ambiente social mejoraría, si muchos aportaran humanidad, cordialidad, atención a las personas… detalles para con los demás”.