Es precioso ir recorriendo el camino de la vida del Beato Manuel y encontrar continuamente hechos de su vida que subrayan este perfil suyo: mariano y eucarístico. Por ejemplo recordar el viaje a Lourdes; su última visita antes de la enfermedad a la Virgen de Linarejos; el rosario en el brazo del sillón y también sus días veraniegos en Tiscar (Cazorla), huyendo del calor de Linares. Muchas páginas de hondura mística fueron escritas allí. Esta que hoy traemos es a la vez eucarística y mariana. Aquí queda este artículo publicado en el Diario “Jaén” sin más comentario…
Cazorla, una custodia natural
con el viril de de Tíscar
El Congreso Eucarístico, un banquete de Dios para todos [1]
Cuatro privilegios de un paraíso. -Los ojos más grandes y dulces de -La receta de una reina. -365 días de Corpus Christi
Manuel Lozano Garrido
Diario “Jaén”, 9 junio 1963
Me pongo a escribir. Salta una tecla y a que marca le noto un limpio color violeta. Por todo el río de la vida quisiera también hoy un ancho aroma de flores virginales: violetas que descienden, sobrenadando, por el caudal de las arterias: violetas que escancian un “aire” de humildad por los puntos de la pluma: violetas en fin que tiran hacia la frente de los que leen para encaramarle la caricia y el misterio de las cosas puras, nobles, elementales y santas.
EN EL PARAISO
Cazorla guarda como una fortuna un hermoso privilegio botánico. Los naturalistas le llegan a veces, solicitan un guía con experiencia y le piden que le conduzca a cerro Cabañas, allá en lo alto, donde el aire ensortija en los pinos rumores de caracola, y el ciervo entrecose en los árboles su limpia galopada.
Cerro Cabañas tiene un techo azul que negrea de noche para que se vea el estampido de esas blancas rosas de divina alegría que son los luceros, y un suelo que es como un lienzo de césped que se salpica con los morados de la paleta del atardecer.
En ciencia, la riqueza no se llama oro, ni cheques, ni acciones, sino especie única, esa fortuna de singularidad que se apellida “rareza”. Por eso en cerro Cabañas se ha oído infinidad de veces el chasquido de las “Leikas”, y ya el sol cabrillea cuando se enfila por las lupas de los naturalistas. Y es que cerro Cabañas, y toda Cazorla, atesoran ese filón botánico que se llama la “violeta cazoriensis”. Para recrearse en la línea de esa violeta, para notar en los ojos su pincelada de tono de arco iris, para ensanchar los pulmones con embriaguez, hace falta pasar antes ese Rubicón de caminatas, sensaciones y sorpresas que es las veredas de los ciervos, el bramido del jabalí, la desazón de la ardilla y ese milagro que es el águila prendida en el aire por el alfiler de la majestad. Como también incorporar al corazón un álbum de paisajes con nombres que saben a himnos del Poverello: Puerto de las Palomas, Risco de los Halcones, Nacimiento de Aguas Negras…
Y, sin embargo, saberse en el catálogo de los museos de ciencia no le ha dado a Cazorla esa paternidad deforme que es la mala educación del hijo único, porque todo lo que se rezuma allí es naturaleza elemental, ancha primogenitura. Se diría que en la alta sierra andaluza, pervive en toda su frescura la gracia de un viejo Paraíso, aún con sus siete días recién estrenados.
Por lo pronto, entre sus muchas cosas originales, hay que quedarse con cuatro, que son como otras tantas fronteras del Edén: un águila, una mariposa, una flor y una lagartija.
Si la violeta es un símbolo de la humildad virginal, el clima de vuelo alto de las águilas tira de todo ese varonil y místico revoloteo del Discípulo Amado, lo mismo que la gran mariposa bate las alas a un ritmo de serafines y arcángeles de Anunciación. Es así que lo que estas cosas ponen al fondo es como un secreto clamor de inmensa rehabilitación. La sierra de Cazorla, con sus ciervos y mariposas, con las canciones del agua limpia y el pequeño sol de las truchas de saltos plateados, es como un paraíso en el que las cosas se conjugan para la hora H de la cristianización, para esa tarde en la que todos los elementos se aprietan hacia fuera dejando un vacío para que venga una Mujer limpia y lo ocupe posando los pies sobre el lomo azulado de una lagartija que llena bien su papel de reptil.
Quedemos pues, en que la sierra, como virgen que es, tiene a su vez hambre de Virgen y lo canta en ese acorde de notas que arranca a la lira de las cumbres, para que luego, la nostalgia de la tierra feliz se remanse también en las ciudades.
¡QUÉ OJOS, SEÑOR, QUÉ OJOS!
Confieso que no di en el quid de estas cosas hasta que no asistí a esa convocatoria de familia que es la romería de de Tíscar.
Veréis, amigos: yo os tengo que decir que la primera vez que la vi a Ella, no pude evitar una sensación que nunca he sabido definir. Ya renuncio y me conformo con decir que noté esa sacudida que da al encontrarse de sopetón con un resto de inocencia que creíamos perdido de tanto esconderlo por vergüenza. ¿Susto? Pues también; pero susto, y no miedo, en lo que tiene de sorpresa el descubrimiento del valor de la sencillez y la humildad. Que diga alguien si ha podido aguantar mucho rato sin que la vergüenza le doble la frente, aquella canalización que os hace la inocencia, esos borbotones de agua pura que se da como ni dando por pensado que en el otro pudiera haber salpicaduras.
No hay nada para desarmar a los siete vicios capitales, como la mirada de de Tíscar. A mí me recuerda a un personaje que simbolizaba la caridad y que cuando el guarda sorprendía a los chicos en los frutales, él le miraba y la ternura de sus ojos le hacía alejar las manos que apretaban la carabina.
Es lo que también digo de su cara. Yo perdí a mi madre hace muchos años y, cuando la recuerdo, no la pienso llorando, pero tampoco riendo a carcajadas. Su cara la veo serena, sin rictus, hasta (por qué no decirlo) con ese aire de piel atirantada que da la transcendencia de la maternidad. Pero a mí, que no me hablen de una alegría mejor que la que navega por sus mejillas.
Con de Tíscar, igual; pero aupada, claro es, sobre un fondo de azul infinito. Nunca la veréis reír, pero a ver quién os repica más en el corazón que aquella felicidad que se trenza invisible bajo la frente; que zurea por la comisura de los labios; que se hace arrebol moreno sobre los carrillos y luces de mediodía en los soles de las órbitas.
A lo que sale de aquella cara, yo le llamo majestad, pero majestad de la que nada tiene que ver con los palacios; una majestad que cicatriza, levanta, ilumina y apacienta: con emoción de padre que había sentado a la mesa, con ternura de madre que amamanta, con pañuelo que enjuga las lágrimas del primer dolor. A esta realidad sí que no la desbanca ninguna revolución.
Acompañar a de Tíscar en un viaje por la sierra o en cualquier salida es como zambullirse en este ambiente de lumbre de hogar. La explicación del fervor, la veneración y la popularidad está en ese clima de familia. El arrebato que produce cuando pasa, ese microbio de amor que se pega tan aprisa, no tiene otra razón de ser. Sale a la sierra, se mete por entre los pinos o el romero y las gentes se le apiñan como si tuviera un pegamín de gloria. No la veréis que lleve carretas, ni chicas a la grupa, ni palillos, sino hombres y mujeres arracimados, en silencio, si acaso con ese estampido de vidriera que es un avemaría entre dientes.
Ni la humildad de , ni la sencillez de los hombres de la sierra, apenas si necesitan de otra cosa. Lo único que vale es permanecer junto a Ella; “estar” allí, con el leve tributo de la albahaca, que es tan pobre como ellos, pero tan rica de aroma oferente como su corazón. Porque , como ha escrito Sánchez-Silva, “es como un lugar donde siempre se está bien, pero particularmente en los momentos en que no se puede estar bien en ninguna otra parte; cuando hay miedo o dolor, por ejemplo”.
CORPUS CHRISTI EN
Ahora, en Cazorla, se ha sentido también un hambre de noche de Jueves Santo. Los hombres que hacen la vida del Salto de los órganos para abajo, los que se mueven junto a de o bajo la alta sombra del castillo, no han querido contener el viejo grito del corazón que pide su Pan de vida para siempre y se van a reunir para que ya desde ahora, cada hombre tenga una fiesta de Corpus por todo el año. Juntos han hablado de lo maravilloso que sería que todas las criaturas de la sierra vivieran dentro de sí esa fiesta continua que es la misma de sol a sol, aunque sea sin aparente variación, al ritmo del hacha, encarrilando el ganado o zurciendo en casa la ropa de los hijos. En la idea late un milagro de salvación colectiva, pero ¿amanece a la par en todos los corazones? ¿Hay a todas horas luces en la mente y fuerzas en la voluntad?
Nadie lo dijo, pero todos a la vez pensaron en la gran Aurora. tiene un diccionario de trigo y de harina, de viñas y de mosto, pero entonces María siente el reclamo desde su Santuario y abre en el eje de la sierra la espiga de sus entrañas. Ahora, a nadie le va a sorprender que en junio se abra una noche de Belén y que el olor a romero de los manteles eucarísticos tengan un aire de arca nazarena. Inesperadamente, sobre la ciudad ha aparecido una Mesa ancha y sencilla que tiene reserva para todos. Allí se van a sentar ese arco iris de gentes que va del monte a las casas anchas del pueblo. Estarán brazo a brazo, con la frente limpia y el corazón latiendo con fuerza, hasta que empiece a entrar un olor a horno de Cielo y venga común y a ricos y a pobres les enseñe a partir el Pan, mientras dice:
-“Comed todos, hijos, que este es Pan de Gloria, amasado por el Espíritu de Dios en la harina candeal de mis entrañas”
Y muchos la mirarán y también a la par al blanco de , y notarán que de pronto les empieza a rodar por la frente y el corazón, la película de un mozo robusto que nació en un pesebre, vivió muchos años de oscuro carpintero, acarició a los niños, cicatrizó las heridas, resucitó a los muertos de la carne y el corazón, amó tan arrebatada y abiertamente como el cielo de la ancha Andalucía, con frenesí, abriéndose el pecho más a cada ingratitud, extendiendo las manos y dejándoselas clavar para que no se las rindiera el cansancio y quedara ya así su abrazo para siempre.
Los que nunca se sentaron a esta Mesa, ni supieron de esa Vida, descubrirán ahora que a Cristo le conocieron ya al borde de un camino y que desde entonces empezaron a añorarle. Iba al fondo de dos ojos puros, grandes y abiertos como soles, radiantes como hostias. De su lado y a sus pies le tintineaban a la vez las cuarenta campanillas de una mañana de Corpus Christi. Ella –y Él en Ella- le miraron y ya el corazón, sin saberlo, jamás dejó de pedirle de aquella substancia de eternidad.
Cristo, María: ¿por qué se pasa tan fácil de uno a otro de vosotros por esa senda que se llama Eucaristía? ¿por qué es tan sencillo no herir, amar y perdonar de vuestra mano? Dante lo dijo: “Mira la cara que más semejanza tiene con Cristo. Sólo ella puede ayudarte a ver a Cristo”.
REDENCIÓN EN EL PARAISO
Ya es primavera en la esperanza del Paraíso. Ya se ha llenado la montaña y, doce estrellas se dan la mano en órbita de que hizo añicos el cristal del vacío. Ya hay sobre el cielo la navegación de un águila cristiana, a media altura un frufrú de seda de serafines, y en la tierra de las violetas se aúpan sobre los búcaros del campo, mientras abajo, se quebranta la lagartija del Maligno. Ya de Tíscar pone en alto su cara de blanco medallón. La gracia que latía al fondo de la naturaleza se ha hecho cosecha de luces y paja de establo. Todavía de noche se oye la zancada del ciervo ya a la tarde, se desbordan en catarata el tomillo y la hierbabuena, pero lo que aquí se escucha es una molienda de Eucaristía ya lo que huele es a Pan de Cristo, a Sangre de Cristo, a Gloria de almas divinizadas por Cristo. de Tíscar, , se ha puesto de puntillas sobre las costumbres y toda la tarde se hace anillo de luces a su alrededor.
Ahora, Cazorla, desde que te has hecho Custodia, sí que te envidio. No pares de bendecir el momento en que de Tíscar se va a hacer viril, para dejarte sobre la cima ese Pan de felicidad que es el Dios hecho Hogaza.
Me han dicho que en las oficinas de turismo, los carteles se aprietan para dar paso a uno que tiene tu nombre. Te planean “slogans”, te buscan comparaciones, cuando nada hay tan deslumbrante como tu propia palabra. Así todo, late en tu hondura un timbre de gloria que está sobre los cantos de los cicerones: servir de panera divina a los hombres que te lleguen. Bendita si ayudas a las criaturas para que tengan valor de mirarse por dentro, con esa fórmula que Mauriac parece haber escrito para ti: “Ningún hombre se conoce bastante si no se ha mirado a la luz fulgurante de que se levanta sobre el copón”.