Michael no creía nada. También él, como Doutreval, negaba que la vida tuviera sentido y objeto. Y por haber amado, a causa de su miseria, a una víctima; por haberse compadecido de ella y aceptado compartir las lágrimas, la indigencia y la pobreza, detrás del triste, dolido y querido rostro del ser amado, otra Imagen transparenta. Detrás de Evelyn, detrás del amor generoso de la doliente criatura, está el amor divino[1].
El amor es redentor. El amor reconcilia al hombre consigo mismo, con el prójimo y con Dios. El amor es camino que lleva de Dios al hombre y viceversa. Ahora bien, esto es muy bonito para una novela, pero ¿es real? Quiero decir, ¿puedo amar a Dios de verdad? ¿puedo realmente amar al prójimo?
Decimos que nuestro amor es respuesta al amor de Dios. Sin embargo, ¿esto es posible? ¿Podemos responder con un amor tan puro como el de Dios? Esto exigiría que nuestro amor estuviera libre de cualquier egoísmo, intención, o que buscara la felicidad u otra forma de recompensa. Entonces, ¿es posible amar a Dios?
La respuesta es sí, pero ¿cómo? En primer lugar, el amor a Dios es siempre respuesta a ese amor primero, que Dios nos ha manifestado en Cristo. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único (1 Juan 4,9). Es cierto que éste siempre será un amor imperfecto, pero no podemos olvidar que el amor del hombre a Dios es también un camino de identificación con ese amor primero, ya que nadie da lo que no tiene.
Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto –como nos dice el Señor- que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34)[2].
Y ¿es posible amar al prójimo?
Quien más quien menos, todos tenemos experiencia de que no siempre es fácil amar a nuestro prójimo, a las personas que tenemos cerca y que, al menos en teoría deberíamos querer, como son nuestros padres, hermanos, mujer, marido… Cuánto más a los que no son prójimos e incluso consideramos como enemigos.
Sin embargo, también puedo amar de verdad y de corazón al prójimo, pero cuando vivo del y en el amor de Dios, que me purifica. Purifica mi corazón y me da la capacidad de salir de mí mismo para darme a los demás; purifica mis intenciones para que mi relación con los demás no esté movida por el egoísmo; purifica mi mirada para ver en el otro la imagen divina y no un enemigo, o un escalón para llegar más alto.
Y esto, ¿cómo es posible? Mediante la empatía, que no es sólo simpatía, o mera educación. Es padecer-en. Hacer míos los sentimientos del otro, su dolor, su alegría, sus esperanzas, tristezas, ilusiones, etc., etc., o como dice aquel proverbio: si quieres conocer a alguien, camina tres lunas con sus mocasines, es decir, empatía significa ponerse en la piel del otro. Esto hace que el amor al prójimo sea algo concreto y no sólo una bonita idea.
Además la empatía no es excluyente. No se refiere a un grupo determinado de personas, a los que podríamos considerar los míos en contraposición a los otros, sino que me permite sentir con aquel que no conozco, incluso si es un extranjero, o alguien que piensa de otra forma, o si es de otra religión.
Todo esto es exigente, está claro. Es, por tanto, un camino que hay que recorrer, siempre sostenido por la gracia de Dios, porque sé que yo sólo no puedo. Es el camino de la identificación con Cristo, que me amó y se entregó por mi. Y sólo cuando reconozco este amor y vivo desde él, mi capacidad de amar se ensanchará y crecerá en el amor al prójimo. Y viceversa. El amor al prójimo, la entrega de uno mismo a los demás, me lleva a descubrir y a amar a Dios.
Sólo hay dos amores. El amor a sí mismo, o el amor a las demás criaturas vivientes. Detrás del amor a sí mismo no hay más que sufrimientos y maldad. Detrás del amor al prójimo está el bien, está Dios. Cada vez que el hombre ama algo que no está sujeto a él es, conscientemente o no, un acto de fe en Dios. Sólo existen dos amores: el amor a sí mismo, o el amor a Dios[3].