Arrastro mi espada contra el suelo mientras avanzo lentamente por el valle de la decisión, por el valle de la muerte. Arrastro mi espada contra las piedras para ahuyentar a los muertos, para que las ánimas me teman y me respeten y no salgan de sus tumbas. Avanzo pesadamente bajo el poderoso sol que aplasta mi ánimo y mi fuerza. Avanzo expectante y alerta ante la llegada de mi enemigo, al que espero para enfrentarme en combate singular. No sé quién es. No sé contra quién lucho, ni por qué lucho. Sólo sé que debo hacerlo, que no puedo dejar de hacerlo. Soy como una fiera enjaulada, que no sabe dónde están las puertas de salida, que ni siquiera sabe si existe salida, que ni siquiera sabe los límites de su jaula… pero debe pelear, no puede rendirse.

Un ruido a mi espalda me paraliza. Espero sin respirar, agarrando con fuerza mi espada, con todos mis músculos en tensión y mis sentidos en alerta máxima. Un nuevo guijarro se desprende y vuelve a producir un sonido amplificado por la soledad y el silencio del valle. Me decido a darme la vuelta… lentamente, con más miedo que curiosidad, con más vergüenza que decisión. Y allí está, frente a mí, mi enemigo. Parado, estático y firmemente erguido. Insultantemente retador. Su casco reluce pulcro y su coraza parece impenetrable. Estatura de gigante y envergadura imponente. Sujeta su enorme espada con aparente solvencia y desgana. Mira hacia mi pobre figura dubitativa y empequeñecida, sin inmutarse. Dentro del casco mi cabeza arde de calor y miedo y decido quitármelo para secarme las gotas de sudor que empapan mis ojos. Sólo oigo mi respiración entrecortada y mi pavor ante el inminente combate. Intento colocar mis pies en una posición firme y segura para soportar las arremetidas de mi oponente, porque solo pienso en la defensa. Ni se me ocurre imaginar un avance o ataque por mi parte, hasta que no haya medido mis posibilidades reales.
Espero sus movimientos. Sabe que debe comenzar él las hostilidades y empieza a avanzar hacia mí, de frente, sin dudas ni vacilaciones. Eleva poco a poco la espada, así como la velocidad de sus zancadas. Me preparo para la primera embestida…

Llevamos horas luchando. Es curioso cómo la vida es una cuestión de perspectiva. Los miedos y las sombras se agrandan con la imaginación y el miedo. Después de tanto tiempo aguantando las acometidas de mi oponente, ya no me parece tan aterrador, ni tan feroz. No es tan alto, ni tan poderoso como mi pensamiento dibujaba. Su fuerza es grande pero no desmedida y con un poco de atención y pericia logro una y otra vez, esquivar sus ataques. No me fío, no bajo la guardia, pero mi confianza aumenta según pasan los minutos. El cansancio de ambos es palpable, pero pesa más sobre los hombros del campeón que pensaba alzarse con la victoria rápidamente y continúa sin abrir brecha después de tanto tiempo. Me decido no sólo a defenderme, sino a lanzar algún ataque pensado y certero. Logro alcanzar su casco que lo abollo por la mitad. Este es un golpe clave. Me doy cuenta en cuanto lo he asestado. He dificultado su visión. De repente parece vacilar y mirar a todos lados sin fijar su objetivo. Sin embargo observo que no tiene ninguna intención de desprenderse del casco inutilizado y me parece extraño. Comprendo que no quiere que le vea la cara y deduzco que es alguien que conozco. Esto empieza a ponerse más interesante aún. Debo aprovechar estos segundos de confusión y rematar la faena. Un golpe abajo logra entrar al nivel de la cintura y dejarle sin resuello, aparte de abrir una brecha de la que brota un chorro de sangre que le debilita por momentos. Le tengo a mi merced, de rodillas, desarmado y vencido. Jadea sin consuelo y su aspecto es desamparado ante mi inesperada victoria. Me acerco a su cabeza y le agarro el casco que se lo arranco de cuajo. Su cara queda al descubierto y me quedo estupefacto…

En el valle ahora sí hay público. Los muertos abren las lápidas y asoman asombrados y asustados ante el giro de los acontecimientos. Me preparo para dar el golpe de gracia a mi enemigo, voy a acabar definitivamente con él, ahora que sé quién es. Ahora que sé quién es mi carcelero, ahora que sé quién es mi verdadero enemigo. Luchamos toda la vida contra viento y marea, contra las adversidades y los adversarios, contra cualquiera que se interponga en nuestro camino, pero… hoy comprendo una verdad. Sólo hay un enemigo, sólo hay un adversario. Sólo hay uno al que vencer…
Uno mismo.
El mal, el sufrimiento, el dolor, no están ahí afuera. Están dentro. El infierno nunca son los otros, por mucho mal que hagan. La insatisfacción, la cobardía, la avaricia, la envidia, las pasiones… esa es mi jaula. El orgullo y el amor propio… ese es mi carcelero.
El infierno cabalga dentro de mí, he de deshacerme de él y debo empezar hoy. Elevo mi espada ante la atenta mirada de las almas de los muertos que se revuelven temerosos. Me tengo a mi merced, mi vanidad y mi orgullo están de rodillas ante mí, pero noto que me faltan las fuerzas. Toda la vida luchando contra mí mismo me han dejado extenuado, necesito ayuda para vencerme. Yo solo no puedo. Necesito ayuda de lo alto. Aunque no lo veo, oigo el batir de las alas de mi poderoso ángel detrás de mí. Delicadamente posa sus celestes manos sobre las mías y me ayuda a mover la espada. Rezo dentro de mí una oración de libertad y de poder y entre los dos, asestamos el golpe definitivo a mi ego.

Paz.
 


“Dad, pues, frutos dignos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: "Tenemos por padre a Abraham"; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Lc 3, 8)