Estoy ante ellas. Puertas grandiosas, doradas, labradas.
Miro y observo grabada toda mi vida en ellas. Cada uno de los que morimos y logramos llegar hasta aquí, podemos ver nuestra propia vida esculpida en ellas. Cada una de la obras de vida eterna que el Padre nos ha encomendado llevar a cabo con el auxilio de su Gracia.
Todos tenemos una objetivo en nuestra odisea personal: descubrir el amor de Dios y adorarle.
Todos tenemos una misión: dejar la vida más bella que la encontramos y solo lo podemos hacer a través de una cosa... el amor.
Pero el amor desinteresado, sin contraprestaciones, sin retribuciones.
El amor sin chantajes ni deudas...
El amor que libera, no que esclaviza.
El amor... aunque sea un gesto pequeño, insignificante... escondido.
Cuanto más escondido, mejor.
Van llegando hermanos. Nos salvamos en racimos. El amor debe intercambiarse, pero no nuestros amores humanistas y dominantes, sino el amor que nace de Dios que nos libera y nos desencadena.
Todos van llegando alegres y expectantes y nos vamos agrupando ante las inmensas puertas. Contemplamos la vida material y observamos que todavía faltan algunos por completar nuestro grupo. Alguien grita:
—¡Mirad a fulano allá abajo! Piensa que puede mantenerse en la mediocridad, que no hace falta entregarlo todo, que Dios puede comulgar con sus vicios y sus reservas.
El sacerdote que encabeza nuestra expedición nos alienta:
—¡Rezad, rezad!... para que descienda la potencia de Dios y le libere de los ídolos.
Nos aplicamos a la obra sabiendo que intercedemos por nuestro hermano que pasa dificultades.
En otro momento de su vida, que los que morimos comtemplamos de una vez porque no estamos sujetos al tiempo, vuelve a entrar en crisis y uno de nosotros da la voz de alarma:
—¡Está siendo engañado de nuevo! Piensa que siempre ha amado a su prójimo y no recibe más que desprecios. Se considera mejor que muchos, que se merece cierta consideración y respeto.
—¡Rezad, rezad!... el victimismo no es una opción para entrar en el reino de los cielos. No es más que vanidad y amor propio. Lo pretencioso ha de ser quemado por el fuego.
De nuevo nos aplicamos a la obra por el bien de las almas.
Pero nuevamente surge la alarma:
—¡Mirad, está más en peligro que nunca! Piensa que siempre ha cumplido con las normas y liturgias, que ha sido escrupuloso con los ritos y leyes y que eso le bastará.
El semblante del sacerdote que nos comanda se torna serio aunque sin caer en la tristeza:
—No hay nada que hacer. Unos van para arriba y otros se quedan abajo. El legalismo exterior sin vida interior mata la comprensión y el amor.
Esto nos deja unos instantes en sereno pesar. Pero enseguida la alegría vuelve cuando comprobamos que llega el último de nosotros y el número está completo.
Estamos preparados para entrar.
Los goznes de la cerradura retumban por todos los cielos al abrirse. Sobrecogidos vemos cómo las hojas de las puertas se abren de par en par en silencio, dejando salir una calurosa luz que nos envuelve y nos traspasa. Iniciamos la lenta marcha hacia el interior a los ojos de millares de ángeles revoltosos y cariñosos que nos rodean y nos tocan. Cantos inspirados y música celestial resuena en el aire y la alegría y la emoción nos desborda a todos. Despacio, en solemne procesión, nos acercamos al altar celestial dónde vamos adivinando la presencia de alguien especialmente luminoso. Es una figura divinamente humana... femenina.
Es la bienaventurada Virgen María.
La madre de Dios nos espera y nos recibe a cada uno de nosotros como hijos suyos, con caricias de amor y alegría incontenible. Ella nos acercará hasta su hijo y ante el Padre.
Y yo me alegro en mi interior y... descanso.
Descanso porque por fin...
Hemos llegado a casa.
“Mira, vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo para pagar a cada uno según su trabajo. Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin. Dichosos los que laven sus vestiduras, así podrán disponer del árbol de la Vida y entrarán por las puertas en la Ciudad” (Ap 22,12)