Ahora que entramos de lleno en la época de las primeras comuniones, no está de más hacer una reflexión sobre el modo en que se vive la iniciación al sacramento que es fuente y cumbre en la vida de la Iglesia.
Si nos atenemos a las últimas estadísticas publicadas por la Iglesia en su Memoria Justificativa, referentes al año 2009, en un año como aquel se dieron 249.255 comuniones, a la vez que se hicieron 96.347 Confirmaciones. En otras palabras por cada diez niños que hacen la Primera Comunión, sólo cuatro adolescentes se confirman en el mismo año, aunque la estadística es peor porque median seis años entre comunión y confirmación, lo cual hace pensar que tal y como van las cosas no se alcance siquiera la proporción de 2 de cada 10.
Obviamente hay algo que fracasa, que hace aguas en la pastoral de Primera Comunión, y por eso desde la Iglesia se está virando la nave para adelantar la edad de Confirmación con la intención de primar la gracia y no privar de la iniciación cristiana completa a los que de otra forma acabarán marchándose sin recibirla.
Por loable y teológicamente fundado que sea este intento de relanzar la pastoral de infancia, no puedo evitar pensar que lo que hay que cambiar es algo que va a la raíz misma del modelo o presupuesto de Iglesia bajo el que trabajamos.
Permítanme desarrollar esto tomando como ejemplo una parroquia cualquiera de la geografía española, pero sin concretar cual para no hacer de este post una crítica particular, pues estoy convencido de que el problema es del sistema, no de los individuos o comunidades que lo protagonizan.
En esta parroquia la Comunión se plantea como una catequesis que se da una hora a la semana durante dos cursos escolares a niños de tercero y cuarto de Primaria.
Para empezar nadie le pide un compromiso cristiano a los padres, ni se preocupa de su participación en la comunidad, ni en el proceso de catequesis, ni de predicarles el Primer Anuncio si fuera menester. Cualquiera que tenga al niño bautizado puede llevarlo a recibir la Primera Comunión, y para esto no hace falta interactuar con nadie, basta apuntarse y acudir a la catequesis.
El catequista, que puede cambiar de un año a otro, tiene un temario que cubrir, y su labor empieza y acaba con la hora de catequesis, no es alguien que conecte a los niños con la parroquia, sino más bien es percibido como un profesor que da una materia.
Si se le da bien la cosa, los niños aprenden las oraciones, algunos rudimentos de fe, y finalmente se instruye a los padres sobre la ceremonia muy correctamente: su finalidad, el espíritu con el que se hará, y la necesidad de acompañar a los niños a Misa en lo sucesivo.
Finalmente se hace la Comunión, con mayor o menor boato, según las personas y parroquias; eso sí al día siguiente de la comunión, ya no hay catequesis. Nos vemos el año que viene en post comunión, o al otro en confirmación (cinco meses después como pronto).
¿Qué falla en este cuadro?
Primero, como me decía un obispo muy cercano, hay que pedir a los padres una participación en la comunidad, y si no la tienen proponerles un camino. Y mientras, posponer el sacramento del niño, porque no tiene sentido dárselo sin más. Hacerlo así es rebajar la familia, el sacramento y desperdiciar pastoralmente un momento de retorno del alejado.
Segundo, los niños no reciben una catequesis de Primer Anuncio, en la que se les intenta formar en la profundidad del sacramento, la espiritualidad y un trato personal con Jesucristo.
No nos engañemos, una hora de reunión precedida de cinco minutos en capilla es un atajo mal tomado que no lleva a ninguna parte. Si San Juan Bosco levantara la cabeza, seguro que tendría mucho que decir sobre el acompañamiento, los oratorios, la dedicación que merecen los niños…Y experiencias actuales tenemos, como la del P. Carbó en Valencia que está cambiando la pastoral de la infancia en Valencia y suscitando mucho interés en el resto de España.
Tercero, seguimos empeñados en una catequesis finalista, que busca llegar a la culminación que no es otra que recibir el sacramento por primera vez. Los sacramentos no son fines, son medios. Ayudan a la vida cristiana. Si no hay vida cristiana, dar el sacramento es tontería, porque está hecho para ayudar a la misma. Y la vida cristiana no florece sin más por recibir la iniciación a la misma, necesita que la rieguen.
Cuarto, la desconexión que existe entre la pastoral de la infancia y la vida de la parroquia es flagrante. Un amigo que trabaja pastoralmente con infancia me dice que el 80% de la gente conoce a Dios entre los 6 y los 14 años, pero no dedicamos ni el 10% de los recursos de una comunidad cristiana a este espectro de edad.
Esta desconexión se intenta aliviar con misas de niños en las que si hay un poco de suerte, el cura tendrá el gracejo de hablar a los niños de una manera inteligible a su edad, y no simplemente predicar más lento y con voz de tonto como hacen algunos. Pero no nos engañemos, la mayoría de las misas de niños son aburridas para los niños y para los padres. Y no tiene por qué ser así.
Quinto, la falta de feedback o bidireccionalidad en el planteamiento de la catequesis es absoluta. Pensar que tras dos años no haya una simple reunión del día después para que los niños compartan sus experiencias al comulgar, sus gozos y devociones, es algo que lo dice todo y hace que a uno se le caiga el alma a los pies.
Dar catequesis en una dirección, magistralmente, enseñando contenidos, sin recabar en la importancia del camino, sin enseñar a orar, a comulgar, sin hacer nexo con la comunidad….¿tan difícil es hacer una segunda comunión dominical para los de Primera Comunión? ¿Cuesta tanto plantear una introducción a la Eucaristía vivida desde el hecho de que los niños ya se acercan a comulgar? La respuesta subconsciente es que no procede, que ya han recibido el sacramento, y se supone que el asunto funciona solo, pero la realidad no es así. El asunto apenas acaba de comenzar…
El problema es que seguimos pensando que la vida cristiana es la de Trento, donde todo se reduce a generar buenos y devotos cristianos aislados de la comunidad, aferrados a una práctica litúrgica en torno a la cual gira toda la acción de la Iglesia. El presupuesto de trabajo es que recibido el sacramento, se recibió la gracia, por lo que todo miel sobre hojuelas…pero ¿dónde queda la gracia para esos 8 de cada 10 que luego no harán la confirmación?
En el fondo no se trabaja con la infancia, se la catequiza, pero no se la convierte. Parece que hay prisa en que reciban los sacramentos, y por eso no duelen prendas en adelantar la edad de los mismos….todo prácticas muy adecuadas en una sociedad cristianísima…pero diametralmente opuestas a las de la Iglesia Primitiva que vivía en un mundo pagano muy parecido al nuestro.
¿Aparte de la misa que más tenemos? Campamento anual, escuela de monaguillos, catequesis de post-comunión o de confirmación…pero al final todo esto es redundar en las carencias de la catequesis de Primera Comunión (desconexión con la comunidad, desconexión con la práctica litúrgica de la parroquia, sacramentalidad finalista, falta de Primer Anuncio, falta de atención personalizada estilo oratorios)
Luego nos extrañamos de que los adolescentes no quieran saber nada de una iglesia que no se adapta a ellos, sino que los lanza con nueve años a celebraciones que no entienden, liturgias que les resultan muy barrocas, con músicas que a sus abuelos ya les parecían escandalosamente modernas, pero que a ellos les suenan a cuando Jesucristo instituyó la última cena.
Poco a poco vamos configurando una iglesia con desequilibrios aún más acentuados que los de nuestra pirámide poblacional, cargada de senectud y canas en su parte media y superior, la cual es infinitamente más ancha que la exigua base inferior que recoge a los pocos jóvenes que todavía quedan en la Iglesia.
Los defectos son estructurales, porque vivimos de estructuras pastorales caducas, que por fuerza crean unos coladeros pastorales monumentales, por los que pasan miles y miles de bautizandos, confirmandos, novios y demás gentes que se acercan a recibir algún sacramento de la Iglesia y salen de ella con el sacramento recibido pero con el corazón frío.
Ojalá me perdonen estas palabras si suenan exageradas o alarmistas, y que nadie piense que se trata de un frío calcular de marketing religioso de lo que estoy hablando.
Se trata de encontrar la clave de conversión y seguimiento de la infancia, la clave de la presencia sacramental en los corazones, el núcleo mismo de la vida cristiana.
Es recordar las razones por las que iniciamos el camino de los sacramentos, las necesidades que llevaron a edificar una estructura pastoral que entonces funcionaba, las encrucijadas que hicieron crecer a la Iglesia a los cuatro confines del orbe.
Es saber que a cada época hay una manera y a todas las épocas hay un mismo mensaje. Es no quedarse atrancados ni en el pasado, ni en el edificio, ni en las costumbres, sino anclarse en la Tradición profunda de las cosas, y caminar hacia esa culminación de los tiempos en Jesucristo que aguardamos.
En otras palabras, se trata de dejar que el Espíritu Santo sople un poco, que lo tenemos completamente aprisionado en estructuras pastorales y maneras de hacer que patentemente no ayudan y nos están vaciando las Iglesias.