Hasta ahora, el prólogo de la Regla había puesto su centro de atención en el lector-oyente. A él se dirigían las palabras del maestro-padre, se solicitaba de Dios una respuesta para aclarar su camino, el Señor hablaba para indicarle cómo proceder. Y es que ese destinatario ideal de las palabras de S. Benito se encuentra en un momento crucial de su vida de creyente.
Sin embargo, pese a que sabemos que tenemos entre nuestras manos una regla monástica, pese a que el autor se ha asociado con el pupilo frecuentemente en un nosotros, no deja de sorprendernos el giro que da en este momento nuestro prólogo. Quien dirigía las palabras a alguien necesitado de ellas se ve interpelado por esa situación. Ciertamente es esa penuria la que le ha llevado a escribir, a dirigirnos, lo que hasta ahora hemos venido mascando. Pero la necesidad y la respuesta lo han impelido a ir un poco más allá de lo que hasta ahora habíamos encontrado.
No es suficiente una relación interpersonal entre discípulo y maestro; el nosotros que hasta ahora habíamos escuchado parece quedar corto, no basta esa empatía. El «hemos de preparar nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en la santa obediencia de los preceptos» se ha convertido en un «ergo» que ha desbordado el transcurso del discurso y de su vida.
El diálogo que hasta ahora hemos escuchado, en la vida del patriarca de Montecasino, había tenido lugar hasta ese momento de muchas maneras. Desde su etapa de ermitaño en Subiaco, muchas fueron las personas que se acercaron a él. Ha vivido al frente de otros monjes. Pero es ahora cuando la historia destilada en experiencia se convierte en llamada a responder de una manera nueva a la vocación de otros. El maestro vivo ha sido llamado por Dios a algo más y responde. Cuando parecía estar pendiente en el aire la respuesta del lector-oyente, asistimos al nacimiento de la vocación de S. Benito dentro de su vocación de monje y maestro espiritual. Su antigua llamada reverdece.