Misa crismal. Un anciano Papa de 85 años, rodeado de mil seiscientos sacerdotes, obispos y cardenales, se dispone a iniciar el primero de los oficios litúrgicos del Jueves Santo.
Todo parece indicar que será una misa normal, dentro de la originalidad que tiene ese tipo de Eucaristía en la cual se renuevan las promesas sacerdotales y se consagran los santos óleos.
Sin embargo, cuando llega la hora de la homilía, la sorpresa aparece en el rostro de los asistentes, de los laicos y sobre todo de los presbíteros. Es como si el Papa hubiera escogido ese momento para, saltándose el guión, abrir su corazón de padre y de pastor y poner de manifiesto algo que lleva dentro y que le preocupa enormemente. No es casualidad, sino algo premeditado. Ha elegido el momento, el día, la celebración litúrgica precisa. Quiere que todos lo sepan. Quizá porque los que tenían que haber actuado no lo han hecho y él no quiere ser su cómplice. Quizá porque busca empujarles para que actúen. Quizá porque, de este modo, está allanándoles el camino.
El Papa habla de la fidelidad a las promesas sacerdotales, sí, y eso era lo esperado, lo que todos sabían que iba a decir. Pero nadie esperaba que se refiriera a la “llamada a la desobediencia” organizada por “un grupo de sacerdotes de un país europeo”. Se refiere, todos lo saben, a Austria, donde la inmensa mayoría del clero ha firmado un documento declarándose abiertamente contrarios a seguir las leyes morales de la Iglesia y han pedido a otros sacerdotes y a los laicos que se les unan en este cisma. El problema está ahí desde entonces –en realidad está ahí desde hace muchos años- y aunque el cardenal Schönborn dijo que aquella rebelión no iba a quedar sin consecuencias, hasta ahora no ha pasado nada. Por eso Benedicto XVI ha hablado y lo ha hecho de manera decidida, no sólo rechazando una de las peticiones de los rebeldes –el sacerdocio femenino-, sino condenando la propia desobediencia en sí misma, negando que ese sea el camino para conseguir la purificación de la Iglesia.
¡Qué valentía la de este Papa sabio y santo! No duda en ejercer lo que él mismo reclama que hagan los obispos y presbíteros, el “munus docendi”, el “ministerio de la enseñanza”. Se pone delante de las ovejas para defenderlas de los lobos. Lo malo, lo terrible, es que en este caso los lobos son precisamente los pastores que debían proteger al rebaño. Tendrán buena voluntad –el Papa mismo lo admite-, pero su ejemplo y su doctrina no pueden ser más nocivos, más venenosos, más peligrosos. Una vez más, con gestos así, se pone de manifiesto la sabiduría de Cristo al dejar a un vicario suyo para dirigir la Iglesia. Gracias, Señor, por habernos dado al Papa. Gracias por habernos dado a este Papa.
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