Ante esta crisis y la inestabilidad política del momento, hubo dos factores que jugaron a favor de la paz y la estabilidad de la nación. En primer lugar, lo que se conoce como pacto de El Pardo. Un acuerdo entre los dos grandes partidos del momento, liderados por el conservador Cánovas del Castillo y por el liberal Práxedes Mateo Sagasta. El primero estaba en el poder cuando muere el rey. Como buen estadista, sabe que el camino a seguir es el iniciado en 1875, cuando Alfonso XII llega a España, y el de la Constitución de 1876. Es decir, convertir al enemigo en aliado político. Sabía que si quería conjurar el peligro de los republicanos, tenía que dar paso a los liberales. Así lo hizo. Entregó el poder a la oposición, aunque eso le costó una escisión en su partido.
Sagasta, por su parte, era consciente de que tenía que rebajar las pretensiones de su programa liberal. No era el momento de posturas radicales, que sólo podían traer división. Había que salvar lo fundamental y buscar aquello que unía. Buscó el consenso y el diálogo. Cayó siempre del lado de la libertad. Y, al igual que Cánovas, estaba convencido de que lo más importante no eran las propias ideas o principios partidistas, sino la nación. Rectificó cuando fue necesario. Abandonó la masonería cuando León XIII la condenó. Y en el lecho de muerte lo asistió el ahora beato Sancha. Cuando éste salió, después de visitar al político ya moribundo, pudo asegurar que había muerto en paz con Dios.
El segundo elemento fue la Iglesia. Cuando muere Alfonso XII y la regencia comenzaba a dar sus primero pasos, los obispos, siguiendo las indicaciones de León XIII y del nuncio en España, Mariano Rampolla, colaboraron lealmente con la reina María Cristina. Dieron la espalda y quitaron legitimidad a quienes se presentaban como la única opción política de los católicos y, como estaban demostrando los hechos, en realidad sólo buscaban el mal mayor. Entendían que la religión sacralizaba el poder temporal, y pretendieron convertir a Dios en objeto legitimador de ese poder.
En aquel momento de crisis, ¿por qué se caracterizaron aquellos hombres? Creo que lo podríamos resumir en una palabra: magnanimidad. Posiblemente no fueron los políticos ni los eclesiásticos ideales. Muchas de sus actuaciones se podrían poner en cuestión. Es fácil juzgar cuando miramos hacia atrás. Sin embargo, tuvieron altura de miras. No pensaron tanto en sus propios intereses políticos, como en el bien de la nación. Sabían que sólo cuando hay paz y estabilidad política, hay crecimiento, seguridad y bienestar.
Entonces, si esta historia comenzó tan bien, ¿por qué terminó tan mal? No pretendo ser exhaustivo. Si tuviera que señalar algunos de los factores que condujeron al fracaso, estos podrían ser:
En primer lugar, el cainismo que siempre nos ha caracterizado, y que parece ser el principio que mueve nuestro ser político. Después, el conocido como desastre del 98, que empezó unos años antes, posiblemente con el asesinato de Cánovas. El continuo intervencionismo de Alfonso XIII que, a diferencia de su padre, se empeñó en poner y quitar gobiernos, en ocasiones sin un motivo político claro. La incapacidad de los partidos en general y de los políticos en particular por buscar modelos nuevos que incorporasen al sistema constitucional a las nuevas corrientes sociales que estaban surgiendo. El anticlericalismo, que convirtió a la Iglesia en un enemigo ficticio y no, como había sido y era, en una aliado de la paz social. Y, por último, los partidos ácratas, principalmente el anarquismo, que hizo del magnicidio un instrumento político sin que eso tuviera consecuencias.
Todo esto y, posiblemente, mucho más. Habría que esperar muchos años, hasta que, de nuevo, se recuperase ese consenso. Fue tras la muerte de Franco. Entonces, como había sucedido un siglo antes, también se abrió una crisis política. El futuro era incierto. Una vez más, la altura de miras y el bien de España se puso por encima de otros intereses. Adolfo Suárez resumió muy bien lo que ocurrió entonces, cuando escribió:
A mi juicio, la Transición fue, sobre todo, un proceso político y social de reconocimiento y comprensión del distinto, del diferente, del otro español que no piensa como yo, que no tiene mis mismas creencias religiosas, que no ha nacido en mi comunidad, que no se mueve por los ideales políticos que a mi me impulsan y que, sin embargo, no es mi enemigo sino mi complementario, el que completa mi propio yo como ciudadano y como español, y con el que tengo necesariamente que convivir porque sólo en esa convivencia él y yo podemos defender nuestros ideales, practicar nuestras creencias y realizar nuestras propias ideas[1].
Quizás el lector se pregunte: ¿por qué escribo todo esto? Respondo:
Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden (Mateo 13, 13)