En Jesús descubrimos al crucificado de todos los tiempos. No lo hizo por querer sufrir sino por amor a todos y a cada uno. Extendió sus brazos en la cruz para reabrirnos las puertas de la salvación. ¿De qué nos salva Jesús? Ante todo de una actitud inhumana e indiferente. Cristo quiere que lo sigamos para que podamos vivir con entrega e ilusión la palabra del Dios que nos ama.
En la cruz estamos perfectamente representados. No hay dolor o conflicto que Jesús no haya hecho suyo. Nunca nos tocará cagar un problema o dificultad que supere nuestras fuerzas pues contamos con un Dios cercano, compasivo y misericordioso. Cristo no quiere que suframos sino que aprendamos a lidiar con el dolor, dejándonos llevar por el sentido y trascendencia de la fe y de la esperanza.
Al extender sus brazos en la cruz del ofrecimiento, es decir, de la donación de sí mismo como ofrenda sacerdotal, marcó un antes y un después en nuestra historia personal y colectiva. Derrotó al pecado para acortar las distancias y, desde ahí, motivarnos a caminar hasta la meta de la salvación. Aunque la cruz es un hecho cruel y doloroso constituye un acto de amor, pues “tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16).