“El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. (Jn 20, 1-2)
Muchos hombres de hoy hacen suyas las palabras de María Magdalena en la mañana de la Resurrección: “Se han llevado al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Tenían una fe en Dios sencilla, quizá poco trabajada intelectualmente, heredada de sus padres y sostenida por tradiciones y ambientes culturales propicios. Esta fe ha sido golpeada desde muchos frentes: los cambios en la Iglesia y en la sociedad, la emigración a núcleos urbanos donde la vivencia de la fe es muy anónima, el hostigamiento que recibe la Iglesia en los medios de comunicación. Eso les ha hecho entrar en crisis. Intuyen que debe existir algo parecido a Dios, pero no saben ni dónde está ni cómo es.
Sin embargo, el Señor, Cristo, sigue estando ahí: vivo. Murió pero ha resucitado. Está esperando a ser encontrado por los que –como la Magdalena- han salido a buscarle. Por eso, nuestro deber es ayudar a los demás para que se pongan en esa búsqueda, para que no se dejen vencer por las críticas hacia la religión o por los cambios ambientales que, de estar a favor de la fe, han pasado a estar en contra. Cristo vive y nosotros, que lo sabemos y lo disfrutamos, tenemos que ser luz que dirijan a otros hacia Él, la Luz. Cristo está vivo y nosotros debemos convertirnos en testigos de ello mostrando en nuestra vida sus efectos: la alegría, la esperanza, el amor.
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