Esta entrada de Jesús en Jerusalén fue un hecho sumamente ambiguo, con significados muy diversos para los diversos grupos que la contemplaron. Su carácter equívoco resulta doblemente penoso, si tenemos en cuenta el rechazo de Jesús por parte del pueblo y la autoridad judía y romana, que tiene lugar pocos días después y su condena a la cruz.
Hay muchas circunstancias. Primeramente la promesa del Antiguo Testamento que el Mesías no instaurará la teocracia como jefe militar, sino que “vendrá modesto y cabalgando en un asno” (Za 9.8.), como sucedió exactamente.
Añadamos la expectativa de de muchos judíos de entonces, entre las multitudes reunidas para la Pascua, de que el profeta de Nazaret instaurará el reino mesiánico: “¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!”(Mc 11, 10) Más aún: cuenta San Juan que muchos han oído hablar de la resurrección de Lázaro y creen que ha llegado el reino esperado. Los mismos discípulos pueden esperar algo no muy distinto de lo que cree el pueblo. Aún después de la resurrección, preguntan: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”.
En nuestro tiempo no sería bueno que este día se convirtiera en una fiesta más de las que celebramos a lo largo del año. Las confusas circunstancias actuales nos dan razones para no olvidar que ya el Antiguo Testamento esperaba un reino mesiánico de paz. Y el último Concilio a enseñado a la Iglesia a preocuparse por el futuro del mundo y ayudar a perfeccionar lo que recordamos en el prefacio de la misa de Cristo Rey, cuyo reino es llamado: “El reino de la justicia, el amor y la paz”.
Debemos recordar que Jesús no fue un celebre político, y que la paz que quiso traer al mundo era una paz espiritual, basada en esta opción interior: estar por él o contra él.: “El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama” (Lc 11, 23)
Mirando la cruz de Cristo, debemos intentar que nuestra vida humana esté dispuesta a ser activa cada uno de sus días, porque sabe que un día llega la murete, y que espere, por tanto, el final con dignidad y libertad, y no con miedo acobardado, y que trabaje por mejorara las condiciones de la vida, respondiendo diligentemente al tiempo que se le ha concedido, no tanto para un pasado mañana incierto, sino para el hoy, en el que yo vivo y puedo influir en mi entorno de un modo concreto.
No podemos olvidar algo muy importante: que la muerte de Jesucristo fue, y es, el acontecimiento en el que el destino de la existencia, al que pertenece también la muerte, queda superado con la salvación y la vida eterna. Como hombres que están marcados con el sello de esa muerte-bautismo, según San Pablo, significa morir, ser sepultado, resucitar junto con Cristo para una vida nueva en él- Nos recuerda Juan: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.
Ésta- subraya Von Baltasar- es la paradoja cristiana: el que orienta su actitud interior según las enseñanzas de Jesús, al reino eterno, siendo manso, misericordioso, amante de la paz, limpio de corazón, sediento de la justicia de Dios, internamente humilde y pobre, es capaz de transformar la historia del mundo más profundamente y más duraderamente, que los gobernantes, para los que nada es importante sino el poder.
Por lo tanto, en estos días, unidos cordialmente a quienes gritaron “¡Hosanna!”, pensemos seriamente que nosotros, los cristianos, sólo conocemos un rey y Mesías: el rechazado y crucificado por todos, también por nosotros, el único que conoce y abre el camino al reino d Dios y al que, una vez que este camino haya sido allanado previamente, podemos y debemos seguir.