Ningún acontecimiento, sobre todo si tiene una cierta importancia, debe ser valorado por elementos circunstanciales, por mucho que éstos sean más o menos llamativos. Eso debe aplicarse a todo, salvo que uno quiera abandonar el camino del buen juicio y dejarse llevar por la manipulación sentimental a que tantas veces nos conducen deliberadamente los medios de comunicación.

 Aplicando este criterio al viaje apostólico de Benedicto XVI a México y Cuba, lo accidental, aunque no por eso intrascendente, ha podido ser el hecho de que no se haya visto ni con las víctimas de la pedofilia ni con las de la tiranía castrista. Algunos han pretendido hacer de estas carencias lo más importante de la visita y calificarla por ello mismo como un fracaso. Esto es no sólo un error de apreciación, sino una injusticia. Es transformar lo accidental en esencial y, como consecuencia, perder la perspectiva.

Lo importante, verdaderamente, de este viaje es el viaje en sí. El Papa ha querido estar junto a los mexicanos en un momento duro para ellos, debido al flagelo incesante de la violencia provocada por los narcos; y ha querido hacer lo mismo con los cubanos en un tiempo en el que se vislumbra ya el fin de la tiranía marxista, no por voluntad propia de los sangrientos dictadores que la han impuesto sino por el inexorable paso de los años y el devenir de la historia en el resto del mundo, que ha hecho del marxismo, como dijo el propio Papa, una "ideología trasnochada".

En el primer caso, en México, el Santo Padre ha querido llevar un mensaje de esperanza a un pueblo profundamente católico que vive su presente con un cierto miedo. En el segundo caso, en Cuba, lo que ha hecho es predicar un mensaje de reconciliación y ofrecer la medicación de la Iglesia para que la transición a la democracia se haga sin sangre, sin violencia, sin venganzas, aunque sí con justicia. Los mexicanos lo han entendido así y, fieles a sí mismos, a esa naturaleza suya que hace imposible no quererles, han conquistado el corazón del Papa Ratzinger lo mismo que antes conquistaron el corazón del Papa Wojtyla. Los cubanos, tan diferentes, mucho más comedidos debido al peso de la represión que la dictadura lleva poniendo en sus espaldas desde hace más de cincuenta años, le han agradecido al Pontífice su visita que es para ellos un rayo de esperanza, tanto más necesaria cuanto más oscura es la noche que se vive en esa cárcel colectiva que se llama Cuba, donde incluso los carceleros están enjaulados.

Los frutos de este viaje, como los de las demás visitas apostólicas que han llevado a cabo éste y los anteriores pontífices, se recogerán en el tiempo y quizá sólo Dios pueda llegar a saberlos del todo. Estuve con Juan Pablo II cuando éste visitó Cuba y nunca olvidaré la cara de una anciana que me explicaba cómo había tenido que guardar una lámina del Sagrado Corazón en el armario debido ala represión y la alegría que ahora sentía al ver el cartelón gigante del Señor presidiendo la Plaza de la Revolución. Esas gotas de agua para el sediento, que quizá mañana vuelva a tener sed, justifican ya un viaje como éste. Un viaje, por cierto, por el que el Papa ha pagado, una vez más, su propio precio, el del cansancio acumulado sobre las espaldas de un anciano que pronto cumplirá 85 años.

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