LUNES SANTO

 

El valor de la amistad

   Uno de los valores que tenemos que cuidar con más esmero es la amistad. La amistad abre muchos corazo­nes a la confianza, al descanso, a la confidencia, a la seguridad. «La amistad es el puerto de la vida» (Demófilo), pues se convierte en un refugio seguro para nues­tros nobles ideales.

   Debes buscar amigos. Debes tener amigos. Jesucris­to los tenía. En el Evangelio de hoy se nos recuerda algunas de las humanas y tiernísimas escenas de Cristo con sus amigos, Lázaro, Marta y María. Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa (Evangelio). ¡Qué des­canso supondría para Cristo aquellos ratos de amistad sincera! ¡Qué alegría en Lázaro, Marta y María al poder sentar a su mesa al Señor y servirle el plato de la casa cocinado con todo el cariño del mundo!

   Es bonita la amistad. Es una virtud grandiosa. «¡Ami­gos! ¡Amistad! Esa virtud sola haría feliz a todo el gé­nero humano. Uno de los más grandes consuelos de esta vida es la amistad, y uno de los consuelos de la amistad es tener a quien confiar un secreto» (José Cadalso).

   La amistad debe estar tejida por un amor de benevo­lencia, totalmente desinteresado, en el que se busca por todos los medios el bien del amigo. No nos amamos a nosotros en la persona amiga, amamos a la persona amiga a costa, muchas veces, de nuestro sacrificio. Nos alegra su alegría. Nos entristece su dolor. La espontá­nea consagración al servicio del amigo y el esfuerzo consiguiente para proporcionarle una felicidad sincera es el ideal de la amistad. La amistad, como diría Pitágoras nos identifica con el amigo en una igualdad armo­niosa.

   La amistad exige reciprocidad, intercambio de cariño. En la amistad hay dos amores que se buscan y se co­rresponden. Es una comunión de almas que intentan ca­minar en la misma dirección sin perder la personalidad que los distingue. En la amistad se saborea el afecto, se sazona el trato con la gratitud que acompaña a las almas nobles.

   En la amistad nace un cierto parentesco espiritual que culmina cuando se vive intensamente la filiación divina que convierte a los amigos en auténticos hermanos. No hay mejor amistad que la que está presidida por Dios, que es Amor.

   Jesucristo nos acerca a Dios colocándonos en un pla­no de amistad. Es el mismo Señor el que no3 ofrece su amistad, pues ya no quiere llamarnos siervos sino ami­gos.

   Así es la amistad. Así son los amigos. Un amigo fiel es una fortaleza, el que lo encontró ha encontrado un tesoro (Eclesiastés).

 

Los detalles del amor

   El amor no es una simple palabra, un buen deseo o unas manifestaciones espectaculares. El amor no es un sentimiento de adolescente. El amor, el verdadero amor, no es algo que se esfuma ante la primera contrariedad. Ni es tampoco un impulso de grandes momentos que se consume con la primera heroicidad. Amar es querer el bien, contagiar felicidad, pasión por la dicha del otro. Amar es darse, no en los momentos estelares, sino en esos mil instantes que llenan humildemente un día cual­quiera. El amor está entretejido de detalles pequeños que mantiene encendida la llama que ilumina y calienta.

   Fíjate en el Evangelio de hoy. María, la gran enamo­rada, toma una libra de perfume de nardo, auténtico y del caro, y con él ungió los pies de Jesús y se los en­jugó con su cabellera. ¿No es un emocionante detalle de cariño? María se desprende de algo que, si no es vital, tiene para ella —mujer siempre— su importancia. Es su perfume. ¡Quién sabe si fue a comprarlo exclusi­vamente para el Señor! Sí sabemos que era auténtico y de gran valor. Al Señor le conmovió aquel gesto de cariño.

   En el amor, y muchos menos cuando se trata de Dios, no podemos ir con ramplonerías, mezquindades, tacañe­rías. ¡Qué miserables y ruines somos en nuestras ma­nifestaciones de cariño a Dios! En el fondo es puro egoísmo que nos lleva incluso a murmurar del que in­tenta hacer las cosas lo mejor que puede. Judas Isca­riote se recomía por dentro al ver la escena. No pudo aguantar más y, con una vergonzante hipocresía, dijo: ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescien­tos denarios para dárselo a los pobres? Hay que tener poco corazón para regatear el detalle de amor que al­guien está teniendo con Dios. ¡Qué poco agradecimien­to, y qué poca humanidad la de Judas!

   ¿Y tú? ¿Qué tipo de amor es el que usas para con Dios? ¿El amor de los buenos deseos, de la religiosidad hipócrita, de la piedad hueca, de la limosna raquítica, del puro relumbrón, de la repugnante beatería? ¿Es que vamos a volver de nuevo al cristianismo de sacristía donde se lleva cuenta de todo con mentalidad pueble­rina, pero nunca se hace nada?

   Los hay que se conforman con darle al Señor cual­quier cosa que les sobra, o simplemente nada, y enci­ma andan criticando en alta voz el que otros rompan sus frascos y ofrezcan, porque quieren, el mejor per­fume y tal vez el más costoso.

   O el amor está hecho de detalles espirituales y ma­teriales, o no es amor. En Las mil y una noches se pre­gunta: ¿Sabe amar quien no lleva el amor más que en su lengua y aloja la indiferencia en su corazón?

   Dile al Señor hoy con insistencia: «Dios mío, te amo, pero... ¡enséñame a amar!»[1].

 

Vivir la pobreza

   El gesto de María Magdalena es detalle de exquisito espíritu de pobreza. La pobreza es virtud evangélica que se hace imprescindible para entrar en el Reino de los Cielos: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Son Bienaventurados, son santos, aquellos que tienen un corazón despegado de las cosas que le rodean. Son Bienaventurados los li­bres, los que no tienen ataduras que les impida volar. Son Bienaventurados los que, teniendo lo que tengan, sus manos están desatadas para romper el frasco de sus ilusiones y derramar a los pies del Señor todo su contenido.

   La pobreza hay que saber vivirla. No hay que confundirla con la miseria, con la tacañería, con el abandono, con el desinterés. Es absurdo pensar que lo que Dios quiere es una pobreza absoluta de recursos para todos, porque sería ir contra el progreso material de la huma­nidad cuando El puso al hombre en la tierra para que la trabajase y la disfrutase. No quiere Dios la miseria, pero tampoco quiere el desagradable espectáculo de tantos Epulones que van a lo suyo sin mirar a nadie. «Padecer necesidad es algo que puede sucederle a cualquiera: pero saber padecerla es propio de las almas grandes. E igualmente, ¿quién no puede nadar en la abundancia? Pero saber abundar es propio de los que no se corrom­pen en la abundancia»[2].

   Hay muchos modos de vivir la pobreza. És indudable que no se puede aplicar la pobreza franciscana a un padre de familia o a un empresario. Pero el espíritu es el mismo: servir a Dios y a los demás con la buena ad­ministración de lo que Dios nos ha confiado. Hay quien se escandaliza cuando se dedica al culto de Dios una construcción digna y artística o una joya preciosa. Y no se escandalizan de que los lugares de diversión y de comercio estén cada vez más lujosamente ornamenta­dos. Nos escandaliza que haya oro y plata consagrado a Dios, y no nos entra escrúpulos de reservarlo para nuestro adorno personal. Hay que vivir y exigir el espí­ritu de pobreza, pero para nosotros, no para Dios.

   «Pobreza no es miseria, y mucho menos suciedad. En primer lugar, porque lo que define al cristiano no son tanto las condiciones exteriores de su existencia, cuan­to la actitud de su corazón. Pero además, y aquí nos acercamos a un punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical, porque la pobreza no se define por la simple renuncia. En deter­minadas ocasiones el testimonio de pobreza que a los cristianos se pide puede ser el de abandonarlo todo, el de enfrentarse con un ambiente que no tiene otros ho­rizontes que los del bienestar material, proclamar así, con un gesto estentóreo, que nada es bueno si se lo pre­fiere a Dios. Pero ¿es ese el testimonio que de ordi­nario pide hoy la Iglesia? ¿No es verdad que exige que se dé también testimonio explícito de amor al mundo, de solidaridad con los hombres?»[3]. ¿Dónde está tu te­soro? Allí está tu corazón.

[1] Camino, n. 423

[2] San Agustín, De bono coniug, 21, 25

[3] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 110

www.youtube.com/watch

Juan Garcáia Inza
juan.garciainza@gmail.com