Comenzamos una semana distinta. Semana Santa es la Semana grande del cristianismo. Entramos a ella con verdadero sigilo y respeto. Al franquear sus puertas el alma sensible se recoge en el silencio de un ambiente sagrado. Algo grande pasa en esta semana cuando una vez —la primera vez— hasta las piedras se estremecieron y se rasgó el velo del Templo. En esta semana, muy apretadamente, se van a suceder una serie de acontecimientos misteriosos en la vida del Señor y de la naciente Iglesia.

            El intenso Drama de la historia va a dar comienzo, y la Iglesia se estremece como si fuese la primera vez. La Liturgia, vigilante siempre para dar a Dios el culto debido con puntualidad, nos hace una llamada con voz distinta para que nos congreguemos en familia en torno a Cristo que sufre en la Pasión. Pasión incruenta hoy, pero auténtica Pasión. La Pasión de Cristo es el amor a los hombres, y hoy Cristo sigue padeciendo por el amor que nos tiene, y por nuestra falta de correspondencia.

            No podemos dejarlo solo en estos días. La Semana Santa no puede convertirse en unos días de diversión a costa de Cristo crucificado. No está mal que nos aso-memos a la calle a contemplar las imágenes del histórico acontecimiento. Pero no olvidemos que nuestro lugar en estos días, preferentemente, está en el templo, donde Cristo vivo sigue actualizando en la liturgia su entrega a nosotros. Los ruidos hoy lo invaden todo, hay hambre de descanso y diversión. ¡Cuidado no nos su-memos al griterío de la chusma que contemplaba el espectáculo con aire de fiesta!

Sigamos al Señor despacio y de cerca. Sólo aquellos que se arriman a la Cruz del Señor sin ningún tipo de cobardía podrán sonreír la noche de Pascua. «Esta se-mana, que tradicionalmente el pueblo cristiano llama santa, nos ofrece, una vez más, la ocasión de considerar —de revivir— los momentos en los que se consuma la vida de Jesús. Todo lo que a lo largo de estos días nos traen a la memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacia la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo (Cfr. I Cor XV, 14). No recorramos, sin embargo, demasiado de prisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (Cfr. Rom VIII, 17). Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con El, muerto sobre el Calvario»

Ya has desperdiciado muchas Semanas Santas. ¿Será tal vez ésta la primera vez que intentes en serio aprovechar este precioso tiempo acercándolo a Dios con el alma recogida y en gracia? ¡Inténtalo ¡

 

 

 

 

 

Ya hemos dado el paso. Estamos en Semana Santa. Ayer fuimos aprisa a recoger nuestra palma o nuestro ramo de olivo para participar en la procesión. Hay que recibir al Señor que entra triunfante aclamado por to­dos. No sé si también has corrido a poner tu alma en paz. No sé si esa alegría que se nota en tu rostro os auténtica. No sé si esos ramos y esas palmas te dicen algo.

«Como toda fiesta cristiana, ésta que celebramos es especialmente una fiesta de paz. Los ramos, con su anti­guo simbolismo, evocan aquella escena del Génesis: es­peró Noé otros siete días y, al cabo de ellos, soltó otra vez la paloma, que volvió a él a la tarde, trayendo en el pico una ramita verde de olivo. Conoció, por esto, Noé que las aguas no cubrían ya la tierra (Gen VIII, 10-11). Ahora recordamos que la alianza entre Dios y su pueblo es confirmada y establecida en Cristo, porque El es nuestra paz (Eph II, 14)

La Iglesia recuerda en este día la entrada de Cristo en Jerusalén para consumar su misterio pascual. La li­turgia comienza bendiciendo los ramos con estas pala­bras: «Dios todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y, a cuantos vamos a acompa­ñar a Cristo aclamándole con cantos, concédenos, por él, entrar en la Jerusalén del cielo».



    Somos peregrinos que cruzamos el mundo con los ojos clavados en el cielo. Miramos al cielo y miramos a la tierra donde pisamos para no salimos del camino. Estamos dispuestos, con el corazón en la mano, a reci­bir al Señor con júbilo. ¡Queremos que el Señor triunfe! ¡Queremos triunfar con el Señor! Somos hijos de Dios, y con El lo podemos todo. Cristo tiene que Reinar en nuestras vidas. Ha comprado el mundo con su sangre y todos somos de su propiedad.

Que estas palmas que portamos hoy con júbilo se conviertan durante todo el año en el símbolo del com­promiso contraído con Cristo que ha venido a Reinar so­bre nosotros. Que no tiremos estos ramos a la basura cuando llega el momento de la difícil cruz. Si estamos hoy con Cristo, procuremos también estar con El el día de las traiciones.


Juan García Inza
juan.garciainza@gmail.com