Más que un desierto Cada año, en el primer domingo de cuaresma, es proclamado el evangelio sobre las tentaciones de Jesús en el desierto. De esta manera somos invitados a contemplar y vivir este tiempo litúrgico entrando a través del símbolo del desierto. Este año escuchamos el más breve de los relatos, el de Marcos:
Por parte de Dios, la desconfianza es sentida como una provocación (Masá, en hebreo), una querella (Meribá, en hebreo), porque Él no es así, Él es santo, es fiel, no sabe ser de otra manera. ¿Cuántas veces brota el agua en nuestra vida a pesar de que nos hemos vuelto indiferentes o rebeldes contra Dios?
“En los evangelios no vuelve ya a aparecer el tema del desierto. Con Jesús ha venido ya la hora de la salvación definitiva; ya no hay escasez de agua, ni de comida, ni de luz, ni de paz, ni de prosperidad. Jesús da el agua viva; él es el pan del cielo, él es la luz del mundo, él es nuestra paz, él es el camino, la verdad y la vida. ¡El desierto ha dejado de existir!” (Antonio Bonora). “retirándose en el silencio y en la soledad, el hombre, por así decirlo, se expone a la realidad de su desnudez, se expone a ese aparente vacío que señalaba antes, para experimentar en cambio la Plenitud, la presencia de Dios, de la Realidad más real que exista, y que está más allá de la dimensión sensible. Es una presencia perceptible en toda criatura: en el aire que respiramos, en la luz que vemos y que nos calienta, en la hierba, en las piedras… (Benedicto XVI a los monjes cartujos, 10.X.2011).
“En seguida el Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían” (Mc 1,1213).
Para el pueblo de Dios, la expresión de “el desierto”, además de remitir, claro está, a una realidad topográfica -como por ejemplo, al desierto de Judá-, evocaba espontáneamente profundos y vitales significados entretejidos de recuerdos de experiencias pasadas, pero, sobre todo, de contenidos culturales, sociales y espirituales muy ricos, que condensaban el sentido de la propia existencia, del destino de Israel, de su relación con el Dios que los había acompañado a lo largo y ancho de su historia.
El desierto se transformó así en una de esas realidades que tiene muchas voces, en un disparador de significaciones que salen al encuentro del creyente en su vida cotidiana, en su corazón, en su mente, en sus proyectos, en su modo de comprenderse a sí mismo y al pueblo al que pertenece. El desierto conforma todo un mundo de ver las cosas, un símbolo al través del cual, como si fuese una ventana, se puede contemplar el gran paisaje de la vida colectiva y personal a la vez. En realidad, cada tiempo litúrgico es como una ventana diferente, que ofrece el mismo y maravilloso paisaje, el de la vida junto a Dios, pero que deja ver ese misterio desde un perspectiva única y novedosa.
Cuando se tiene sed…
Jesús fue al desierto impulsado por Dios mismo, dice el evangelista. Para un judío esto no es extraño. Él puede pensar naturalmente: sí, Dios nos lleva a todos al desierto, también a mí. Dios condujo a mis antepasados por el desierto, durante cuarenta años, cuando los liberó de la esclavitud en Egipto, guiándolos hacia la libertad de la tierra prometida. Sí, allí también sufrimos grandes tentaciones... En efecto, el pueblo sediento, conducido por Moisés, ante la falta de agua, llegó a añorar su esclavitud en Egipto, y se volvió contra Dios dirigiéndole duros reproches:
“¡Ojalá hubiéramos muerto…! (…) ¿Por qué nos hicieron salir de Egipto, para traernos a este lugar miserable…?” (Nm 20,2.5).
Ese judío, como el cristiano hoy también, reconoce en esa historia su propia historia. ¿Por qué no me ayuda Dios? ¿Dónde está el Señor en estos momentos en que lo necesito, por qué me deja sólo? ¿Habrá valido la pena todo este tiempo de vida cristiana? ¿No era mi vida mejor antes, las cosas no eran más alentadoras cuando Dios no era parte de mi vida?
Sentimos muy cercano el desierto cuando nos gana esta desconfianza en Él, cuando creemos que no le importamos, que no es fiel, que no nos quiere, que nos ha abandonado o hasta castigado… ¡Pero el Señor hizo brotar agua de la roca!
La tentación: el espacio
para elegir a Dios
Pero Jesús es un hombre distinto. Ante las dificultades de la vida no sospecha de su Padre. A pesar del calor, de lo inhóspito de las circunstancias, a pesar de los peligros que lo acechan, a pesar de la aparente y radical soledad, ¡él confía, él dice “sí” a Dios! Yo sé que tú estás aquí, aunque parezca que no es así, yo sé que tú eres para mí, y yo quiero ser para ti.
El desierto es siempre un tiempo para volver a elegir otra vez el amor y la confianza de Dios, o un tiempo en que las fieras –las de fuera o las de dentro-, pueden con nosotros, y nos vence el miedo, y nos tornamos más duros, distantes, incrédulos, y el desierto se vuelve un lugar oscuro y animal. El desierto tiene la ambigüedad de la vida, la ambigüedad que resulta de vivir con Dios o sin él. La cuaresma es el tiempo para elegir al Señor, un tiempo en que reconocemos que la existencia sin Jesús nos expone a un mundo duro, estéril e inhumano, y nos deja aislados y solos. Dios no desea que la vida sea un desierto. Él quiere que contemos con su Presencia, que lo dejemos entrar en nuestras vidas, que lo escuchemos en medio de las dificultades, tentaciones, luchas, fragilidades, pruebas y pecados, no importa de qué índole sean:
“¡Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: ´No endurezcan su corazón como en Meribá, como en el día de Masá en el desierto´” (Sal 95,7-8).
No está lejos
Dios nos pide que escuchemos su Voz: “El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). El tiempo se ha cumplido porque llegó aquél que confía totalmente en Dios, y, al hacerlo, convierte los desiertos en paraísos: “Vivía entre las fieras, y los ángeles lo servían”, es decir, el desierto, en la fe, deja asomar el cielo, los ángeles… Si puedes escuchar su Voz, entonces el cielo se filtrará en tu desierto, y la realidad se orientará en el sentido querido por Dios desde el principio, como refiere el libro del Génesis, cuando Adán ponía nombres a los animales y se paseaba entre ellos. Pero desconfió del modo en que Dios miraba la realidad, y todo se volvió confuso.
Jesús dice sí en el desierto. Las breves líneas de Marcos se hallan en su Prólogo al Evangelio. El prólogo adelanta, como si fuera una sinopsis, como una inscripción en el pórtico de entrada, lo que aguarda al creyente que desea seguir a Jesús, y por qué debe seguirlo. Él es el que vence al Adversario, en él podemos ver al nuevo pueblo que atraviesa el desierto y logra salir airosamente, en él vemos al nuevo Adán, que nos adelanta el Paraíso. Marcos nos viene a decir: verás cómo el Evangelio que te presento transforma el desierto en Vida, y no hay tentaciones ni pruebas que Éste no logre superar. El desierto será toda la vida de Jesús, pero un desierto que nos trae el cielo y la salvación. El gran desierto con sus fieras acechando será la cruz, y el cielo entrando por ella será su resurrección. Por eso la cuaresma es tan solo un lugar de paso, un lugar que conduce a la Pascua, a la vida eterna.
Sed de Plenitud
Marcos desea invitar a todo aquel que no conoce esta realidad a participar de ella. Esto está cerca de ti, esta Vida es capaz de dar vuelta tu desierto, solo hace falta que creas, que confíes, que entres en tu vida con Él. A quienes ya se han iniciado en este misterio por el sacramento del bautismo, Marcos los invita a vivir su vida bautismal de verdad, arrepintiéndose de todo lo que desmiente su confianza en Dios, de todo aquello que no deja traslucir el cielo en sus desiertos:
El ayuno, la oración y la caridad a los hermanos son el modo para entrar en el desierto: con la sed solo puesta en Dios. No en las cosas, no en palabras y ruidos superfluos, no con la mirada puesta en nosotros mismos. Con la sed solo puesta en Dios.
Sólo atravesando el desierto se llega al cielo. Por eso, el segundo domingo de cuaresma, se proclama el evangelio de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor: este hombre, no es uno más: irradia la Vida de Dios. Hay algo mucho más profundo, verdadero y hermoso que lo que somos capaces de ver y experimentar como desierto ingrato.
Pero, para acceder a ese misterio, es necesario peregrinar:
“¡Felices los que encuentran
su fuerza en ti,
al emprender la peregrinación!
Al pasar por el valle árido,
lo convierten en un oasis”
(Sal 84,6-7).