en dar mucho, sino en recibir, en amar mucho”
Santa Teresita
El Señor nos ha propuesto una hermosa comparación para definir la relación que hemos de tener con el Padre: ser como niños. Todos sabemos cómo son los niños. Todos lo hemos sido, los vemos y, quienes somos padres, conocemos bien sus necesidades.
Ser como niños es lo más difícil para un adulto. La maduración personal supone pérdidas y conquistas. La perdida de la niñez supone el desarrollo afectivo, físico, social que el individuo debe naturalmente vivir. La niñez, felizmente pasada, deja lugar a nuevas responsabilidades, nuevos problemas, nuevos retos. Una vida cada vez más apasionante se dibuja en el horizonte del joven que, inquieto por una nueva singladura en su vida, se apresta a prepararse a lo que ha de llegar. Ser como un niño con veinte años o con treinta puede parecernos una petición extravagante e improcedente, en absoluto atractiva para la persona que vive su biografía con la lógica madurez de los años. Para un adulto convertirse en un niño es sencillamente imposible, como volver a nacer. Además, psicológicamente es aberrante. Y, sin embargo, sólo entraremos en el Reino de los Cielos si somos como niños.
En primer lugar, el Señor no nos dice que nos volvamos niños; nos pide que seamos como niños. El Señor nunca nos pide que seamos lo que no somos: respeta profundamente lo que somos –adultos con un pasado a cuestas y con una madurez conquistada-, pero nos invita a profundizar en la relación de amor que tiene con nosotros. La infancia es el mejor modelo de amor.
Lo propio de la infancia es dos características fundamentales: la certeza de la dependencia respecto de los padres y la confianza en el amor paterno. El niño se sabe dependiente de su padre y de su madre; sin ellos, nada es y nada puede. Semejante relación no sólo no es vivida por el niño con angustia, sino como condición indispensable para su crecimiento personal. Sin su dependencia no es nadie, no hay amor, el mundo se torna sombrío y carente de la belleza, el bien y la verdad de la que Dios lo dotó. Los expertos han descrito bien las secuelas afectivas en los niños que no han podido vivir esa maravillosa relación de dependencia en el amor con sus padres.
Pero, a la vez, el niño confía en sus padres: sabe que ellos se lo dan todo, viven para él, se sacrifican por él. Dan su vida por él. La confianza es el resultado del amor que el infante siente. El amor es saberse dependiente en una relación de confianza con el otro. El niño es el prototipo de ese tipo de amor, confiado, sometido, pacífico, pleno.
Dios nos quiere así, como niños. La relación con Dios debe ser, pues, de confianza completa y filial. Esto es lo realmente difícil. Con la madurez ganamos en desconfianza, puesto que hemos padecido decepciones de amigos, hemos vistos frustrados no pocos proyectos, no nos ha ido tan bien como queríamos.
El cáncer que nos aleja de Dios no es el secularismo moderno, nuestros pecados o las insidias contra nuestro Señor proferidas alegremente por tantos de nuestros coetáneos. Nuestro cáncer es la desconfianza. Desconfianza nuestra porque esperamos cada vez menos de la vida y de la gente, de nosotros mismos, pero también de Dios. Desconfianza de que nada extraordinario puede pasarnos, porque vivimos anegados en un océano de plácida vulgaridad, cómodamente instalados, sin que permitamos que lo imprevisto tumbe nuestro repertorio de lugares comunes. Ateos que claman a Dios. Paganos que quieren encerrar a Dios en sus mezquinos clichés, hemos dado la espalda al Señor para inventarnos un dios a nuestra hechura. Idólatras del siglo XXI que con aire responsable nos permitimos juzgar a los demás y opinar sobre lo mal que está nuestra Iglesia.
La confianza lo rompe todo. Por eso es tan difícil confiar en Dios: nosotros debemos ser como niños, eliminar el hombre viejo, y darnos cuenta que no debemos preocuparnos por nada porque nuestro Padre nos provee de todo, nos cuida, nos ama y quiere nuestra felicidad ya en la tierra. La confianza nos transforma, nos da una vida nueva que arranca nuestras caretas de hipocresía y soberbia. Decididamente ser como niños es un reto para nosotros, pues nos desnuda ante Dios –como si fuéramos bebés en sus manos- colocándonos en una situación de absoluta indigencia. ¡Ser mendigos de Dios es lo que trae consigo la confianza en Él!
El niño deja hacer. Puede llorar o quejarse, pero sabe que tendrá que hacer lo que los padres decidan. Seamos como niños. Dejémonos purificar por Él. Vivamos nuestra menesterosidad como un don que no merecemos, pero que Su amor nos regala. Sintamos sus tiernos cuidados. Nuestra felicidad está en poder vivir nuestra vida como si fuéramos niños.
Probablemente las dificultades para vivir confiadamente en manos de Dios consistan en que nos resistimos a vivir el Amor loco de Dios por cada uno de nosotros. Demasiado para ser cierto, pensamos.
Esta semana Santa es una excelente ocasión para meditar ese Amor de Dios por ti, hasta el punto de entregar a Su Hijo para salvación de tu alma. Medita ante la Cruz ese Amor. No veas sólo como un instrumento de tortura, ni contemples los atroces sufrimientos físicos y morales del Señor como lo más característico del Viernes Santo. Vive como el signo vivo del inmenso amor que el Padre te tiene hasta el punto de entregar a Su Hijo para que tengas vida eterna. Si Dios lo permite –lo está deseando-, te darás cuenta de que la única respuesta humana posible a semejante amor divino es la confianza de un niño.
Un saludo.