Pero para vivir en la obediencia de la voluntad de Dios, que es la vida de quien habita el tabernáculo, no es suficiente con querer, porque soy yo quien quiero. Y yo no soy Adán en el Paraíso, yo, cada uno, está con-figurado/de-formado por el pecado.

 

De ahí que el maestro-padre insista en la tarea ascética: «hemos de preparar nuestros corazones  y nuestros cuerpos para militar en la santa obediencia de los preceptos». Para poder vivir vida amorosa, vida divina, que esa es la voluntad del Padre y en donde quedan condensados la Ley y los Profetas, es menester llevar a cabo un largo camino que, a la par, aunque sea muy incipientemente, será también camino de amor, pues sólo el amor lleva al amor.

 

Una preparación que abarca al hombre entero y no solamente un aspecto de él, porque es el hombre entero el que obedece y desobedece, el que necesita purificarse de toda afección desordenada e ir aprendiendo la escucha y obediencia de la Palabra. Y el alma y el cuerpo se ayudan mutuamente en esta labor; S. Basilio dice: «Considera cómo las fuerzas del alma influyen en el cuerpo y cómo los sentimientos del alma dependen del cuerpo». Así, por ejemplo, la quietud del cuerpo sosiega al alma y la determinación de ésta pone en acción a aquél.

 

Es necesario liberarse de toda ligadura que impida alzar el vuelo, por pequeña que ésta sea. La atención ha de quedar liberada de tal manera que no quede presa de nada creado y esté libre para estar en Dios.

 

Mas esta tarea ascética, en la que el hombre ha de empeñar todo lo que es, no es algo realizable con las solas fuerzas creaturales. Es una labor agraciada, por tanto, una tarea que se ha de alimentar de una oración mendicante, pedigüeña de gracia. No es que ésta vaya a suplirnos o que vaya a poner un complemento a lo que no alcancemos. Es que nos eleva para que agraciados seamos nosotros quienes caminemos, para que humildemente hagamos aquello para lo que nos ha posibilitado la gracia.