“Yahveh dijo a Gedeón: «Demasiado numeroso es el pueblo que te acompaña para que ponga yo a Madián en sus manos; no se vaya a enorgullecer Israel de ello a mi costa diciendo: ¡Mi propia mano me ha salvado! (…) Y se quedaron quietos cada uno en su lugar alrededor del campamento. Todo el campamento enemigo se despertó y, lanzando alaridos, se dieron a la fuga. Mientras los trescientos tocaban los cuernos, Yahveh volvió la espada de cada uno contra su compañero por todo el campamento” (Jc 7,2. 20)
—¡Mira Purá, —me avisa mi amigo Mikáj, señalando a un batallón de nuestro ejército— se van! ¡Otro contingente de soldados que se va! ¿Pero que le pasa a tu amo? Lleva todo el día expulsando soldados del campamento. ¿Se ha vuelto loco? ¡Nos estamos quedando en cuadro!
Mi amigo tiene razón. ¿Qué pasa por la cabeza del capitán Gedeón para despedir, uno tras otro, batallones de aguerridos soldados que vuelven a sus casas abandonando el campo de batalla? ¿Cómo vamos a superar al ejército de Madián que acampa al Norte, esperando destruirnos para siempre? Estamos asustados y esperamos toda la ayuda posible para hacer frente al enemigo. Se nos han unido las tribus de Aser, Zabulón y Neptalí y por fin tenemos la oportunidad de sacudirnos el yugo de Madián, de librarnos de su opresión. Sin embargo Gedeón está poco a poco recortando los efectivos en nuestras filas, mandando a casa a grupos de soldados que sin entender nada, se vuelven a casa sin dejar de mirar atrás. De un fuerte y poderoso ejército de 30.000 soldados, quedamos trescientos, así no tendremos ninguna posibilidad ante tal diferencia numérica… Esto es un suicidio
Dejo mis quehaceres en el vallado de caballos y salgo corriendo hacia la tienda de mi amo. Espero poder escuchar algo de las deliberaciones con los jefes de batallón, por si logro comprender algo de lo que está pasando. Gedeón es sensato y fuerte, y no me cabe en la cabeza lo que le puede estar sucediendo para tomar estas decisiones. Cuando llego, los jefes de los trescientos, están saliendo de la tienda sin hablar, serios y preocupados.
Me abalanzo intrépidamente dentro de la tienda buscando respuestas y explicaciones, sin tener ningún derecho, pero confiando en el buen talante de mi amo.
Gedeón se encuentra sentado con una copa de vino en la mano, meditabundo y reflexivo. Cuando me ve, da un respingo casi imperceptible, excepto para mí, que llevo tanto tiempo sirviéndole y conozco cada uno de sus gestos y matices. Las preguntas se mezclan en mi cabeza y no puedo articular palabra, pero mi cara debe ser un poema porque el capitán toma la iniciativa sin inmutarse:
—Purá. ¿Qué tienes? Pareces enfermo.
Estoy parado sin ser capaz de abrir la boca.
—¿Te preocupa que los soldados se vuelvan a casa?
Sigo como petrificado pero mi mirada confirma mis dudas.
—Ven, prepárame una jofaina que me lave las manos.
Agradezco poder hacer algo. La tarea me tranquiliza un tanto, mientras Gedeón habla serenamente.
—Dime Purá, ¿Cómo se ganan las guerras?
Me arriesgo y me lanzo a expresarle mis dudas:
—¡Con estrategias, tácticas, ejércitos, alianzas, armas y valentía! …mi Señor.—agacho la cabeza avergonzado de mi atrevida respuesta.
Gedeón me mira sin reproche y bebe serenamente de su copa, mientras termino de preparar su agua caliente.
—¿…Y la ayuda de Dios?
—Por supuesto, sin el beneplácito de Yaveh nada somos— contesto raudo.
—¿Y hasta qué punto Yaveh ayuda? —Sigue preguntándome el Capitán de los ejércitos de Israel.
—Hasta dónde él quiera.
—Entonces, ¿para qué preocuparse tanto?
—Pero mi Señor, Yaveh nos concede fuerzas, soldados y cabeza para poder luchar y ganar. Debemos usar todo lo que esté a nuestro alcance para lograr la victoria. Está en juego el futuro de nuestro pueblo.
—Según esto, todo depende de las posiciones que adoptemos en el campo de batalla, en las armaduras que usemos, en la oportunidad de las órdenes y en nuestra fuerza de voluntad? ¿Y si nos equivocamos en alguna de estas cosas… pereceremos?
—Sólo si Yaveh lo permite.
—Entonces te vuelvo a preguntar, querido Purá, ¿de qué depende la victoria?
Se hace el silencio en la tienda mientras sostenemos la mirada mutuamente intentando comprender. Gedeón, con una leve sonrisa, me hace un gesto para que le acerque la jofaina llena de agua. Se lava las manos cuidadosa y lentamente, con delicadeza y suavidad. Sus fuertes y rudas manos parecen como ligeros peces envueltos en una armónica danza.
Se seca con la toalla de áspera tela, con igual cuidado y pulcritud, como si estuviera haciendo un trabajo de gran importancia.
Voy a recogerlo todo, pero me pone su mano, limpia y seca, sobre el hombro y me indica sin hablar que le acompañe afuera. La parte de atrás de la tienda da directamente al barranco del valle de Moré, donde acampa Madián. Nuestro terrible enemigo que nos tiene sometidos hace siete años, vela armas esperando la gran batalla de mañana. Gedeón me señala el campamento rival.
—¿Dime Purá, de verdad crees que ese temible ejército es más poderoso que Yaveh? ¿No será Yaveh capaz de borrarlos de un plumazo de la faz de la tierra? ¿Es acaso, el poder de Dios limitado? ¿Crees que la victoria dependerá de estratagemas, tácticas y posiciones, si Yaveh no deseara que ganemos?
La estampa del ejército enemigo no me tranquiliza, muy al contrario me inquieta aún más.
—Imagínate que mañana me levanto con fiebres y con el entendimiento nublado, doy órdenes contradictorias y equívocas y fallo en todas mis apreciaciones. Aunque tuviéramos el ejército más poderoso del mundo sucumbiríamos por mis malos pasos. Yaveh puede hacer lo que quiera. Esa es la gran lección. Todo depende de él. Yaveh pone y quita, sube y abaja, adecúa las circunstancias para la victoria o la derrota.
Ante este argumento me atrevo a asegurar sin convicción:
—Entonces debemos procurarnos el favor de Yaveh para nuestras empresas y confiar ciegamente en él.
Gedeón sonríe sin ánimo de burla y replica:
—No se trata tanto de ganarnos a Yaveh como un ídolo al que manipular para que nos proteja. Se trata más bien, de librar las batallas que él quiere, como él quiere. Se trata de hacer la voluntad de Dios, aunque ésta, a veces sea incomprensible a nuestro corto entender.
Después de unos segundos de silenciosa reflexión, mi amo continúa:
—Para ver la fuerza de Dios, hay que hacer las cosas como él muestre, en el momento que él señale. Sin contar con nuestras capacidades, seguridades y destrezas. Es su fuerza o la nuestra. Debemos tener claro quién gana nuestras batallas. Dime Purá, por mucho que tú quieras, ¿Qué fuerzas tienes? El hombre sobre la tierra es como una débil hoja sin capacidad ninguna. Si se tiene algún tiempo, poder o fuerza, es porque Yaveh así la concede.
—¿Y cómo podemos estar seguros de la voluntad de Yaveh? ¿Cómo saber que estamos librando sus batallas?
En este momento Gedeón se yergue como el campeón que yo reconozco, fuerte, poderoso. Con un leve estiramiento de su espalda aparece como un titán.
—Lo sabemos cuando nuestro corazón está apegado a él, y no se deja engañar con las apariencias de éste mundo. Aun cuándo halla temores y peligros, el corazón del hombre firme en Yaveh no sucumbe, ni se enreda en envidias, venganzas o ambiciones. Un guerrero de Dios combate con tenacidad seguro de la victoria. Su fuerza se derrama por su piel, por su boca y por sus ojos. Esa fuerza no es humana... pero nosotros siempre confiamos en lo material, en lo terrenal, en lo práctico. Las cosas de Dios son sagradas y no se pueden manipular a nuestro antojo. No se trata de comprar la voluntad de Dios, sino estar a su servicio.
Nos quedamos observando el horizonte y Gedeón concluye:
—Así que nuestra vida no depende de nuestras fuerzas, sino de la fuerza de Dios. Y para ver la gloria de Dios debemos andar en su voluntad con confianza y con corazón indiviso. Mañana pelearemos por Yaveh y comprobaremos si nuestras fuerzas eran suficientes o no.
El gran capitán se introduce en su tienda para descansar, mientras yo me quedo ordenando sus cosas limpiando y preparando su armadura. Mientras saco brillo a la coraza pienso en la conversación mantenida con mi amo. Pienso en la fuerza de Yaveh y en las debilidades humanas. Pienso en quién será el que puede conocer la voluntad de Dios y cómo llevarla a cabo. Pienso en quién será el hombre firme de corazón que se fía de Yaveh y puede tratar con él en confianza. Pienso en la rectitud de corazón y en los ídolos. Pienso en el amor propio y en el amor a Dios. Pienso en todo esto y… estoy confuso.
Qué Dios se apiade de mi alma.
Mañana saldremos de dudas… apostando la vida.
“De Yahveh es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan; que él lo fundó sobre los mares, él lo asentó sobre los ríos. ¿Quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. El logrará la bendición de Yahveh, la justicia del Dios de su salvación” (Sal 24, 1)
—¡Mira Purá, —me avisa mi amigo Mikáj, señalando a un batallón de nuestro ejército— se van! ¡Otro contingente de soldados que se va! ¿Pero que le pasa a tu amo? Lleva todo el día expulsando soldados del campamento. ¿Se ha vuelto loco? ¡Nos estamos quedando en cuadro!
Mi amigo tiene razón. ¿Qué pasa por la cabeza del capitán Gedeón para despedir, uno tras otro, batallones de aguerridos soldados que vuelven a sus casas abandonando el campo de batalla? ¿Cómo vamos a superar al ejército de Madián que acampa al Norte, esperando destruirnos para siempre? Estamos asustados y esperamos toda la ayuda posible para hacer frente al enemigo. Se nos han unido las tribus de Aser, Zabulón y Neptalí y por fin tenemos la oportunidad de sacudirnos el yugo de Madián, de librarnos de su opresión. Sin embargo Gedeón está poco a poco recortando los efectivos en nuestras filas, mandando a casa a grupos de soldados que sin entender nada, se vuelven a casa sin dejar de mirar atrás. De un fuerte y poderoso ejército de 30.000 soldados, quedamos trescientos, así no tendremos ninguna posibilidad ante tal diferencia numérica… Esto es un suicidio
Dejo mis quehaceres en el vallado de caballos y salgo corriendo hacia la tienda de mi amo. Espero poder escuchar algo de las deliberaciones con los jefes de batallón, por si logro comprender algo de lo que está pasando. Gedeón es sensato y fuerte, y no me cabe en la cabeza lo que le puede estar sucediendo para tomar estas decisiones. Cuando llego, los jefes de los trescientos, están saliendo de la tienda sin hablar, serios y preocupados.
Me abalanzo intrépidamente dentro de la tienda buscando respuestas y explicaciones, sin tener ningún derecho, pero confiando en el buen talante de mi amo.
Gedeón se encuentra sentado con una copa de vino en la mano, meditabundo y reflexivo. Cuando me ve, da un respingo casi imperceptible, excepto para mí, que llevo tanto tiempo sirviéndole y conozco cada uno de sus gestos y matices. Las preguntas se mezclan en mi cabeza y no puedo articular palabra, pero mi cara debe ser un poema porque el capitán toma la iniciativa sin inmutarse:
—Purá. ¿Qué tienes? Pareces enfermo.
Estoy parado sin ser capaz de abrir la boca.
—¿Te preocupa que los soldados se vuelvan a casa?
Sigo como petrificado pero mi mirada confirma mis dudas.
—Ven, prepárame una jofaina que me lave las manos.
Agradezco poder hacer algo. La tarea me tranquiliza un tanto, mientras Gedeón habla serenamente.
—Dime Purá, ¿Cómo se ganan las guerras?
Me arriesgo y me lanzo a expresarle mis dudas:
—¡Con estrategias, tácticas, ejércitos, alianzas, armas y valentía! …mi Señor.—agacho la cabeza avergonzado de mi atrevida respuesta.
Gedeón me mira sin reproche y bebe serenamente de su copa, mientras termino de preparar su agua caliente.
—¿…Y la ayuda de Dios?
—Por supuesto, sin el beneplácito de Yaveh nada somos— contesto raudo.
—¿Y hasta qué punto Yaveh ayuda? —Sigue preguntándome el Capitán de los ejércitos de Israel.
—Hasta dónde él quiera.
—Entonces, ¿para qué preocuparse tanto?
—Pero mi Señor, Yaveh nos concede fuerzas, soldados y cabeza para poder luchar y ganar. Debemos usar todo lo que esté a nuestro alcance para lograr la victoria. Está en juego el futuro de nuestro pueblo.
—Según esto, todo depende de las posiciones que adoptemos en el campo de batalla, en las armaduras que usemos, en la oportunidad de las órdenes y en nuestra fuerza de voluntad? ¿Y si nos equivocamos en alguna de estas cosas… pereceremos?
—Sólo si Yaveh lo permite.
—Entonces te vuelvo a preguntar, querido Purá, ¿de qué depende la victoria?
Se hace el silencio en la tienda mientras sostenemos la mirada mutuamente intentando comprender. Gedeón, con una leve sonrisa, me hace un gesto para que le acerque la jofaina llena de agua. Se lava las manos cuidadosa y lentamente, con delicadeza y suavidad. Sus fuertes y rudas manos parecen como ligeros peces envueltos en una armónica danza.
Se seca con la toalla de áspera tela, con igual cuidado y pulcritud, como si estuviera haciendo un trabajo de gran importancia.
Voy a recogerlo todo, pero me pone su mano, limpia y seca, sobre el hombro y me indica sin hablar que le acompañe afuera. La parte de atrás de la tienda da directamente al barranco del valle de Moré, donde acampa Madián. Nuestro terrible enemigo que nos tiene sometidos hace siete años, vela armas esperando la gran batalla de mañana. Gedeón me señala el campamento rival.
—¿Dime Purá, de verdad crees que ese temible ejército es más poderoso que Yaveh? ¿No será Yaveh capaz de borrarlos de un plumazo de la faz de la tierra? ¿Es acaso, el poder de Dios limitado? ¿Crees que la victoria dependerá de estratagemas, tácticas y posiciones, si Yaveh no deseara que ganemos?
La estampa del ejército enemigo no me tranquiliza, muy al contrario me inquieta aún más.
—Imagínate que mañana me levanto con fiebres y con el entendimiento nublado, doy órdenes contradictorias y equívocas y fallo en todas mis apreciaciones. Aunque tuviéramos el ejército más poderoso del mundo sucumbiríamos por mis malos pasos. Yaveh puede hacer lo que quiera. Esa es la gran lección. Todo depende de él. Yaveh pone y quita, sube y abaja, adecúa las circunstancias para la victoria o la derrota.
Ante este argumento me atrevo a asegurar sin convicción:
—Entonces debemos procurarnos el favor de Yaveh para nuestras empresas y confiar ciegamente en él.
Gedeón sonríe sin ánimo de burla y replica:
—No se trata tanto de ganarnos a Yaveh como un ídolo al que manipular para que nos proteja. Se trata más bien, de librar las batallas que él quiere, como él quiere. Se trata de hacer la voluntad de Dios, aunque ésta, a veces sea incomprensible a nuestro corto entender.
Después de unos segundos de silenciosa reflexión, mi amo continúa:
—Para ver la fuerza de Dios, hay que hacer las cosas como él muestre, en el momento que él señale. Sin contar con nuestras capacidades, seguridades y destrezas. Es su fuerza o la nuestra. Debemos tener claro quién gana nuestras batallas. Dime Purá, por mucho que tú quieras, ¿Qué fuerzas tienes? El hombre sobre la tierra es como una débil hoja sin capacidad ninguna. Si se tiene algún tiempo, poder o fuerza, es porque Yaveh así la concede.
—¿Y cómo podemos estar seguros de la voluntad de Yaveh? ¿Cómo saber que estamos librando sus batallas?
En este momento Gedeón se yergue como el campeón que yo reconozco, fuerte, poderoso. Con un leve estiramiento de su espalda aparece como un titán.
—Lo sabemos cuando nuestro corazón está apegado a él, y no se deja engañar con las apariencias de éste mundo. Aun cuándo halla temores y peligros, el corazón del hombre firme en Yaveh no sucumbe, ni se enreda en envidias, venganzas o ambiciones. Un guerrero de Dios combate con tenacidad seguro de la victoria. Su fuerza se derrama por su piel, por su boca y por sus ojos. Esa fuerza no es humana... pero nosotros siempre confiamos en lo material, en lo terrenal, en lo práctico. Las cosas de Dios son sagradas y no se pueden manipular a nuestro antojo. No se trata de comprar la voluntad de Dios, sino estar a su servicio.
Nos quedamos observando el horizonte y Gedeón concluye:
—Así que nuestra vida no depende de nuestras fuerzas, sino de la fuerza de Dios. Y para ver la gloria de Dios debemos andar en su voluntad con confianza y con corazón indiviso. Mañana pelearemos por Yaveh y comprobaremos si nuestras fuerzas eran suficientes o no.
El gran capitán se introduce en su tienda para descansar, mientras yo me quedo ordenando sus cosas limpiando y preparando su armadura. Mientras saco brillo a la coraza pienso en la conversación mantenida con mi amo. Pienso en la fuerza de Yaveh y en las debilidades humanas. Pienso en quién será el que puede conocer la voluntad de Dios y cómo llevarla a cabo. Pienso en quién será el hombre firme de corazón que se fía de Yaveh y puede tratar con él en confianza. Pienso en la rectitud de corazón y en los ídolos. Pienso en el amor propio y en el amor a Dios. Pienso en todo esto y… estoy confuso.
Qué Dios se apiade de mi alma.
Mañana saldremos de dudas… apostando la vida.
“De Yahveh es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan; que él lo fundó sobre los mares, él lo asentó sobre los ríos. ¿Quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. El logrará la bendición de Yahveh, la justicia del Dios de su salvación” (Sal 24, 1)