Otra falsa razón para hacer sacrifico sería: “Dios quiere que suframos, por tanto tenemos que hacerlo. A Dios le gusta que suframos y nosotros tenemos que satisfacer este gusto de Dios”. Sería una visión nefasta de Dios, creer que Él es como un Cesar que contempla la lucha de gladiadores con placer, entre los alaridos de dolor y el grito furibundo de la multitud sedienta de sangre. Sin duda, así debemos parecer nosotros cuando gastamos nuestro tiempo viendo películas de terror o de acción que se regodean en una violencia gratuita y asquerosa. Pero Dios no es así, a Dios no le gusta que suframos.

            Dios conoce, como nos enseña la Biblia, los beneficios del sacrificio voluntario, de la aceptación y del ofrecimiento del dolor. Dios mira el fruto del sacrificio y la disposición de la persona que lo ofrece. No quiere el sacrificio en sí mismo sino los frutos espirituales que explicaremos más adelante.

            Por último, el cristiano no se sacrifica para demostrarse a sí mismo o a los demás que es más fuerte, o simplemente que es capaz de hacer algo muy difícil. No se trata de ganar el  Guinness o una medalla, ni de adquirir autoridad delante de los demás. El sacrificio cristiano no es un deporte ni un camino para alcanzar notoriedad pública o fama internacional. Es cierto que el sacrificio nos hace más fuertes y que la penitencia practicada por algunos santos es admirable, y de hecho despertó el asombro de muchos y continua dejando estupefactos a cuantos la conocen hoy. No obstante ellos no la practicaron por ese motivo. Cuando es esto lo que nos mueve, el sacrificio es estéril a los ojos de Dios, porque su motivo es la soberbia y su fruto la vanagloria, que es prima hermana de la primera.

            El sacrificio es importante para un cristiano. Es, sin duda, irrenunciable y necesario para la propia santificación, pero debe ser hecho con pureza de intención y con una razón justa. Hay muchas y tendremos tiempo en estos días que quedan de cuaresma para compartirlas.