No quiero procesar aquella situación política y social, ni de la desolación y dolor sufridos en la postguerra. Sufrí en mi familia paterna y materna muertes y destierros (q.e.p.d.). Mi oración y recuerdo emocionado está en las trágicas circunstancias que les llevaron a ser torturados y humillados en “checas”, cárceles, y se convirtieron para todos nosotros en signos de amor, de paz, de perdón, dando gloria a Dios con su vida y su muerte, en una de las épocas más oscuras y crueles de la gran historia de España. Bastaba el mero hecho de ser católico para condenarte a pena de muerte en aquellos famosos “tribunales populares” que eran verdugos y se vengaban en los primeros meses de la guerra civil con auténtico temor de “gansterismo puro”. Hay que decir que algunos políticos salvaron muchas vidas, entre ellas las del cardenal de Tarragona y varios obispos de Badajoz, Menorca, Valladolid, ante los diez eclesiásticos asesinados en zona republicana.
A muchos le fue posible, incluso durante su cautiverio participar en la eucaristía, rezar el rosario, y confortar a sus compañeros de prisión, perdonando a sus verdugos y rezando por ellos. Ellos son signo de la Iglesia de Jesucristo formada por hombres frágiles y pecadores, pero que saben dar testimonio de su fe, anteponiéndola a sus vidas. Imitaron a los discípulos de Jesús, que a lo largo de los siglos han corrido la misma suerte que su Maestro.
Ellos supieron anteponer sus vidas a la ley evangélica del amor y ahora son para nosotros, testigos de aquella verdad que Jesús nos enseñó, muriendo perdonando. Ellos, desde el cielo, intercedan por una Iglesia profética y aviven en nosotros indignos seguidores de Jesús, aliento para el camino de cada día, luz, para servir ale y dar nuestra vida por los hermanos. Que en paz descansen.
Reflexión de Mn. Josep Mª Armesto publicada en la revista parroquial "Mar i muntanya" de Castelldefels (Barcelona)