La voluntad divina de que el pecador se convierta y viva es la tierra en donde enraizar la comprensión de su respuesta. Habiéndole preguntado sobre la habitación de su tabernáculo, nos ha respondido para que vivamos, para que de forasteros, en la medida que lo seamos, lleguemos a ser moradores, pues no es otra la manera de vivir.
Vivir es un modo de ser; las realidades inertes son de manera distinta, su modo de ser es diferente del de los vivientes. Pero el hombre tiene una vida cualificada, siendo viviente, su vivir no es meramente fisiológico. Los vivientes no solamente obran en virtud de las propiedades que de suyo tienen, sino que lo hacen en orden a la totalidad de ellos mismos.
Al hombre el para-qué de su obrar se le presenta, en un sentido, abierto, pues tiene que elegirlo y quererlo. Pero por otro hay un fin, previo a cualquier decisión suya y en el que se encuentra en cualquier intelección de sí mismo, que se le da como oferta, como llamada que demanda de él una respuesta. Una vocación humilde, pues no se impone; pero definitoria, pues determina toda su existencia: sólo ese fin es plenitud para él, cualquier otro es radical fracaso existencial.
Ese fin que lo llama le es además imposible. Necesita realizarlo para saciar su sed existencial, pero las propiedades que lo constituyen y que de suyo posee son insuficientes para saciarlo.
Al que elige ese fin y pregunta a Dios cómo vivirlo, no solamente le dice qué ha de hacer. S. Benito con profundidad nos lo hace ver al hacernos sentir nuestra incapacidad. Sí, hemos escuchado lo que hay que hacer para habitar en el tabernáculo, pero eso sí «con tal que cumplamos el deber del morador». No es suficiente saber qué hacer, hay que hacerlo. ¿Mas soy capaz de ello?
Quien sabe realmente qué ha de hacer es quien sabe que no es capaz de hacerlo. La humildad es el umbral para vivir vida divina.