En mi último artículo me referí al falseamiento del concepto de paternidad. Hoy quiero referirme a la crítica indiscriminada del concepto de autoridad, que tiene mucho que ver con la cultura del corazón. Se insis te en que los padres no deben ejercer la autoridad hasta el punto de imponerse a los hijos, porque estos tienen la misma dignidad que ellos Esto es exactamente así, los hijos tienen la misma dignidad que los padres, tanto en cuanto que son personas, tanto en cuanto que son hijos de Dios.
Pero la autoridad no se plantea desde la dignidad de las personas, sino desde el servicio de la responsabilidad. Y en cualquier situación humana, el que tiewne una responsabilidad cerca de otros no puede ejercerla sin autoridad. La responsabilidad es, pues, distinta en los padres y en los hijos. Y en la medida en que los padres son máas resposables, por la poca edad o la poca maduración de los hijos, su responsabilidad e mayor acerca del futuro de éstos y, por lo tanto, su responsabilidad ha de ser mayor. Es por eso por lo que el Papa Juan Pablo II llamaba la atención muchas veces a los padres para que ejerzan la autoridad sin complejos.
La mala imagen que se presenta de la autoridad en nuestro tiempo se debe a que se una el concepto “autoridad” al concepto “poder” –bastante desacreditado en mchos ámbitos- cuando la autoridad no es ningún ejercicio de poder indiscriminado o abusivo, sino una forma de servir a aquellos – en esta caso los hijos- en aquello que esperan- en este caso la formación integral como personas. Y a nadie se le pueden exigir responsabilidades, si no se les confía ante salgún grado de autoridad.Conviene recordra que Jesucristo, nuestro modelo para los cristianos, fue hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Algunos padres tienen cierto complejo, al educar a sus hijos, porque tienen conciencia de que éstos han tenido mayor formación, más estudios, una mayor cultura, y encuentran difícil responder a las razones de los hijos, cuando intentan corregirlos en cualquier aspecto que los padres juzgan equivocado en el comportamiento de aquellos.
A este respecto también conviene recordar que hay una cultura, amplia, que se refiere a los saberes, a las experiencias, a las ciencias sociales, o físicas, o naturales, a la técnica, que ciertamente se dan en los centros de estudio. Pero hay otra cultura: la cultura del corazón; que no está compuesta de saberes, sino de actitudes profundas. Es la cultura que va realizando en el corazón del hombre la lealtad sin fisuras, el amor desinteresado, la capacidad de sacrificio por los que se ama, el hábito de no procurar el bien propio aunque perjudique al prójimo, la inclinación a la ayuda, al compañerismo, a la amistad. Todo ello y muchas cosas más no se pueden alcanzar si no se han vivido en el hogar.
Es cierto que, en bastantes circunstancias, los profesores son muy capaces de la transmisión de estos valores. Pero cuando en el hogar no se ha hecho aprecio de ellos o no se les ha visto ser vividos con soltura, será desgraciadamente normal que los jóvenes no los valoren suficientemente, no los hagan suyos, y tengan siempre una quiebra importante en su personalidad.
Quede esto dicho para levantar la moral de muchos padres, y recordarles –aunque bien lo saben ellos –la importancia de esa cultura del corazón, que se debe respirar en cada familia y que vale la pena cualquier sacrificio que se haga para la formación integral de los hijos.-