En los combates y en las luchas, el Señor es nuestro refugio.
 
En las adversidades y contradicciones, el Señor es nuestro refugio.
 
 
En los peligros y dificultades, el Señor es nuestro refugio.
 
En las debilidades y flaquezas, el Señor es nuestro refugio.
 
En las soledades y amarguras, el Señor es nuestro refugio.
 
En las búsquedas y tanteos, el Señor es nuestro refugio.
 
En las aflicciones y persecuciones, el Señor es nuestro refugio.
 

En las humillaciones y desprecios, el Señor es nuestro refugio.
 
En nuestras cruces, el Señor es nuestro refugio.
 
En nuestras dudas, crisis y titubeos, el Señor es nuestro refugio.
 
"Digamos, pues, al Señor Dios nuestro: Tú, Señor, te has convertido en nuestro refugio de generación en generación.
 
Te has hecho nuestro refugio en el primer y segundo nacimiento. Fuiste refugio para que naciéramos, puesto que no existíamos. Refugio también para que renaciéramos, puesto que éramos malos.
 
Tú, refugio para alimentar a quienes desertaban de ti; tú, refugio para levantar y dirigir a tus hijos; tú te has convertido en nuestro refugio.
 
No nos separaremos de ti una vez que nos hayas librado de todos nuestros males y llenado de todos tus bienes. Regalas bienes, acaricias, para que no nos fatiguemos por el camino; corriges, pegas, golpeas, diriges, para que no nos salgamos de él. Tanto cuando acaricias para que no nos fatiguemos como cuando castigas para que no nos salgamos de él, tú, Señor, te has convertido en nuestro refugio"
 
(San Agustín, Serm. 55, 6).