Comencemos con la llamada a la conversión de un mensaje cuaresmal de Benedicto XVI. En este mensaje se explicita bien qué es la conversión, adónde llega su alcance, qué fibras toca, qué horizonte presenta.
 
 
La conversión cambia la mirada del hombre y purifica su pensamiento de manera que halla la Verdad, se deja seducir por ella, y comienza un camino de transformación. Es entonces cuando nos damos cuenta de la grandeza de la fe, que ni es hábito ni es costumbre, sino un don que nos lleva más allá de nosotros mismos.
 
"Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
 
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,810), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar" (Benedicto XVI, Mensaje para la cuaresma de 2010).
 
Creer en Dios, acoger a Cristo como Señor y Salvador, y vivir en su presencia va construyendo nuestro persona de un modo distinto, nuevo y pleno. Es nacer de nuevo, es convertirse en hombre nuevo, cuya imagen y estatura es la de Cristo Jesús (cf. Ef 4,13).
 
Al reconocer a Dios como Señor, y aceptar su soberanía, uno se sitúa de manera distinta, nueva, ante el mundo, ante la realidad y ante los hombres, sus hermanos. Es algo cargado de consecuencias. Ya no se vive igual que antes, ni se vive como todo el mundo vive, porque se ha cambiado por completo la visión de las cosas, la perspectiva con la que se mira y se valora lo existente.
 
Ya se inicia la adoración, que es un reconocimiento absoluto de Dios, y se comienza a percibir su amor, a vivir de Él, dándole una respuesta libre de amor. Este amor de Dios da consistencia a la persona y la va conduciendo hasta pronunciar una respuesta de amor a Él. Nadie ama si antes no ha sido amado. La conversión descubre este amor infinito de Dios por cada uno de nosotros, y suscita la adhesión libre a su amor, amándole lo más y mejor que se pueda, evitando ídolos que restan capacidad de amor, rechazando el pecado que es el desamor absoluto.
 
Donde cambia el amor, es decir, donde cambia la dirección de nuestro afecto, cambia la verdad de nuestra vida, su orientación, sus anhelos y deseos, sus medidas, su justicia. Se vive de un amor mayor. Dios nos ha liberado de nosotros mismos, de nuestra estrechez; nos ha mostrado la necesidad absoluta que tenemos de Él y ha puesto un Camino de acceso a su Misterio. Se empieza a vivir libre, santamente, felizmente.
 
Hay algo más. La experiencia de los apóstoles avala un cambio mayor.
 
La experiencia del amor de Dios tiene un nombre concreto, un rostro, es una Persona: Jesucristo. Los apóstoles fueron encontrados por Él, les impactó su mirada, su certeza, su autoridad, su vida. Compartieron tres años de vida con Él y fueron instruidos. ¡Nadie les había hablado ni les había conocido interiormente como Aquel hombre! Y después de la experiencia dramática de la Cruz, lo vieron resucitado, glorioso, vivo, Señor de todo. A partir de la Pascua, convertidos los corazones de los apóstoles por la fuerza del Misterio de Cristo, ellos se convirtieron en anunciadores y testigos de lo que habían visto y oído, de lo que sus manos palparon, la Palabra de la Vida.
 
Para los apóstoles, evangelizar era anunciar a Jesús resucitado, a quien ellos amaban y que vieron hasta qué punto Él era el Hijo de Dios y les había amado hasta la entrega de la propia vida.
 
Pero para llegar a este anuncio, los apóstoles -como todos los cristianos, como todos los santos- hubieron de nacer de nuevo, experimentando una conversión profunda en su mentalidad, en su mirada, en sus pensamientos, en sus afectos, en sus deseos más hondos.
 
Cambiaron, es decir, se convirtieron. Y esta conversión fue la premisa obligada para evangelizar y anunciar. Sin ella, sin la conversión profunda, más que testimonio se ofrecería un discurso memorizado y frío, aprendido mecánicamente, pero que serviría de poco.
 
La conversión, imprescindible, desemboca en evangelización y anuncio. Quien vive esta existencia nueva en Cristo, sólo puede desear que muchos otros la compartan, la gocen y sean libres. No pueden callar ni ocultar este tesoro. 
 
Esto es convertirse para anunciar: una gracia, una transformación, una misión.