De vez en cuando hay que recordarlo: necesitamos del silencio, que permite entrar en la interioridad, y que no es un vacío, sino una Presencia a la que se atiende por completo.
 
 
El silencio... "dispone al recogimiento, a la meditación y a la oración, para favorecer el progreso espiritual mediante la escucha de la voz divina en lo profundo del alma" (Benedicto XVI, Audiencia general, 10-agosto-2011).
 
En el silencio se oye a Dios.
 
En el silencio se percibe la belleza de lo creado.
 
En el silencio se conoce uno a sí mismo, viendo los pensamientos e imaginaciones, tocando el deseo más íntimo.
 
En el silencio, uno ve su propia verdad que salta a primer plano de la conciencia.
 
En el silencio se crece.
 
"Y el hecho mismo de gustar el silencio, de dejarse, por así decir, "llenar" por el silencio, nos predispone a la oración. El gran profeta Elías, en el monte Horeb -es decir, el Sinaí- asistió a un viento huracanado, luego a un terremoto, y por último a llamas de fuego, pero no reconocía en ellos la voz de Dios; la reconoció, en cambio, en una brisa ligera (cf. 1Re 19,1113). Dios habla en el silencio, pero hay que saberlo escuchar" (ibíd.).
 
Empecemos una particular pedagogía del silencio; menos ruido, callar más, acudir a una iglesia silenciosa y tratar allí con el Señor y con la propia alma. Entonces, mediante el silencio, seremos pacificados interiormente y robustecidos en la experiencia creyente.