sumisión absolutos, la “nada de la criatura”
Catecismo, nº 2097
En un post anterior apuntaba la radical inanidad de nuestro ser en comparación con el del Creador. Hay ciertas actitudes que expresan públicamente el reconocimiento del hombre creyente ante la inmensidad de Dios. Basta entrar en una iglesia para fijarnos cómo muchos fieles oran ante el Señor manifestando, sin palabras, un reconocimiento de su poquedad humana. Gestos como arrodillarse, inclinar con unción la cabeza, recogerse corporalmente en silencio en el banco informan a todos los presentes no sólo del respeto ante el Padre, sino que revelan una actitud de necesaria humildad cuando pisamos un templo sagrado.
Si lo pensamos bien, el modo más humano para relacionarnos con el Señor es adorándolo. Por ello hemos estado de enhorabuena en la ciudad de Toledo al celebrar recientemente el séptimo aniversario de de Sólo Dios sabe el número de bendiciones que nuestra Capilla ha difundido entre adoradores y fieles. Una capilla abierta todo el día y toda la noche todos los días del año para que nuestro Dios sea adorado por nosotros, pobres humanos. ¿No es maravilloso?
Deseo dar un testimonio personal de lo que es para mí la adoración.
Lo primero que hago cuando me arrodillo ante el Señor es darle gracias por permitirme una semana más estar acompañándole. Así es: el Señor no está expuesto a nuestra visita para que nosotros le honremos con nuestra presencia haciéndole un favor (“para que no está solo”, decimos a veces). El Señor quiere nuestra compañía para hacerse más presente en nuestro corazón. Quien adora ha sido llamado por el Espíritu para acercarse físicamente a Él y adquirir, con actitud de profunda humildad, una intimidad fraguada por la oración, el silencio y la veneración piadosa a su Amor redentor. “Gracias, Señor, por permitirme estar a tu lado una vez más”. Son mis primeras palabras de adorador. No soy yo quien se acerca a Él, sino Él quien se acerca a mí y yo lo acojo con mi visita. El movimiento del adorador no es nunca iniciativa suya; es respuesta humana a una llamada divina que busca un encuentro íntimo con Dios. De ahí que ser adorador es una gracia, porque no todos están llamados a serlo. Aunque la adoración es una forma de oración imprescindible en cualquier cristiano, el adorador hace de la adoración al Señor Sacramentado un signo visible de su vida cristiana. Diría más: la adoración – es mi caso- es el modo predilecto de orar, que aúna y perfecciona los demás tipos de oración.
Para mí la adoración pide silencio. En las Capillas de Adoración Perpetua se adora al Señor. Es sabido que combina tiempos de palabra y silencio. Sin embargo, invita a los fieles al silencio recogido y personal; el silencio no es una característica sin más de la adoración, sino que sin silencio no hay adoración propiamente dicha. El silencio acalla nuestras voces interiores: sólo Dios basta, como decía la santa. Mejor dicho: sólo nos debe bastar el silencio de Dios.
Me es imposible imaginar una experiencia de adoración sin gustar del silencio de Dios. Adorar es disfrutar del silencio de Dios. Cuando estoy ante él sé que me escucha, que me mira, que me conoce. Y calla. En muchas ocasiones, mi oración es un estar en su presencia sin más, con un recogimiento corporal que expresa un estar en Él sin apenas palabras. Otras veces me limito a decir su Nombre. Otras paladeo una de mis oraciones favoritas, la oración de Jesús. A diferencia de muchos, que quieren oír a Dios, yo de lo que tengo hambre es de su silencio. El adorador es amante del silencio de Dios, que nada tiene que ver con la falta de comunicación, sino con la acogida amorosa del Padre al pecador.
Sólo adora quien se sabe mendigo. La adoración es el mayor gesto de humildad humana. El adorador viene a decir: “Te necesito, sin ti no soy nada. Ten piedad de mí”. El adorador sabe que todo es un don. Cuando, después de toda una semana dura, adoro al Señor, el mundo cambia, pues todo es para Él y recuerdo que lo pasado hasta ese momento en mi vida son dones recibidos de lo Alto. Sumergido en la marea humana de los días, olvido con demasiada rapidez que la vida es un don y que todo lo que soy y tengo es un regalo inmerecido. Ante Él, recuerdo agradecido lo acontecido en los últimos días y lo ofrezco al Señor como signo de alabanza. La adoración me preserva del egoísmo, de la hipocresía, de la indiferencia. Me recuerda que el dueño de mi vida no soy yo y que mis cruces es lo más preciado que tengo. Por eso ser adorador es una bendición.
Por lo anterior la adoración nos libera de nosotros mismos. Adorar me ayuda a relativizar los problemas y a confiar su solución a Él. Cuando hoy día tanto se habla de métodos de liberación personal –que aminoran el estrés, la ansiedad o las prisas-, la adoración es la mejor terapia contra la dispersión de nuestra ajetreada vida. En las capillas de Adoración Perpetua se respira la paz de Dios. Entrar en ellas supone para el visitante abrirse a una atmósfera distinta que invita al recogimiento y al diálogo. Yo a solas con Él. Él a solas conmigo. Invito a tener esa experiencia en las horas nocturnas en las que el silencio de la noche propicia un diálogo silencioso con nuestro Señor. Experiencia irrepetible.
¿Qué es lo que busca el adorador? Nada. Lo que busca es a Alguien. ¿Para qué? Para nada. Simplemente para estar con Él. Con esta actitud de desprendimiento el adorador se convierte en magnífico intercesor. Pone ante el Señor las necesidades de muchos que piden oraciones, curaciones, conversiones. Tengo una lista de personas que siempre pongo ante la presencia de Dios. Es el mejor servicio que puedo hacer por ellas, aunque no las vea desde hace años.
La mejor adoradora fue y es En ella encuentro todo lo necesario para vivir mi pobreza en actitud de adoración. A ella me acojo.
Un saludo.