En enero de 1916, fue trasladado, junto a los enfermos, al hospital militar de reserva de Bérgamo. En marzo, se le destinaba a la enfermería de presidiarios. Tenía la esperanza de no tener que moverse del pequeño hospital donde, siendo sólo “el sargento”,  se sentía “el señor del lugar”; sin embargo, el 11 de diciembre de 1915, el director del hospital militar sucursal de reserva de Bérgamo había solicitado al obispo castrense la presencia de un capellán militar, cosa necesaria debido a la transferencia de pacientes del hospital instalado en el seminario al hospital de la Casa Nueva de Ricovero (conocido como Ricovero Nuevo ), con el consiguiente aumento de camas, hasta 1.500. En la petición se proponía para el nombramiento al sacerdote Roncalli. El 18 de febrero de 1916, el obispo Angelo Bartolomasi, ordinario castrense, envió desde Roma el permiso. Así, el 28 de marzo de 1916 don Roncalli recibió el nombramiento como capellán militar, con el rango de teniente, para el hospital militar sucursal de reserva de Bérgamo. Desde junio de 1917 se le encargó también la atención de los enfermos del nuevo hospital para huérfanos de Santa Lucia, adonde acudía dos veces al día, a pesar de la distancia.

Aquellos años de la Gran Guerra (así se llamó a la Primera Guerra Mundial) fueron los más laboriosos de su vida y más llenos de experiencia. La jornada de aquel sacerdote, amable y cariñoso, comenzaba muy temprano y no conocía horarios.

Otro de los servicios que Roncalli prestó en los primeros diez meses, fue la asistencia religiosa y moral a los militares, así como a las religiosas que trabajaban en los diferentes servicios, celebrando la llamada “misa del soldado” en la iglesia del Santo Spirito de Bérgamo, en la cual explicaba el Evangelio. Coordinó la asistencia de las familias de los soldados, de los huérfanos y de los refugiados, y dirigía la oficina diocesana para la recogida de información sobre los prisioneros de guerra.

En 1917, funda la “Casa del Soldado” en el nº 4 de la calle Solata, frente al Cuartel Camozzi. En 1918, fundó la “Asociación de familiares de muertos y desaparecidos en la guerra”. Como miembro externo de la Congregación de los Sacerdotes del Sagrado Corazón, también se dedicó a la atención de los estudiantes. En la primavera de 1918, en respuesta a la invitación del obispo, recibió, con su espíritu usual de obediencia en el nombre de Dios, ser el fundador y director de un hogar para estudiantes con internado, escuelas de catequesis, reuniones nocturnas, actividades para después de la escuela, etc. Además, fue propulsor de un programa mucho más amplio de formación y de apoyo a los jóvenes estudiantes.

El páter Roncalli sabía penetrar en el alma de las personas, tal y como aparece en la noticia publicada en “L’ Eco di Bergamo”, sobre la misa de campaña celebrada a las 7 de la mañana del domingo, 2 de junio 1918, frente a la plaza del Hospital Mayor, repleta de soldados y de civiles. El periódico hacía hincapié en la impresión producida por las fuertes, y a la vez paternales, palabras de don Roncalli, con las que a más de uno se le saltaron las lágrimas.

Junto a todos estos trabajos, Roncalli desarrolló otras actividades: fue profesor en el seminario de Filosofía, Patrística y Apologética; predicador en diversos institutos religiosos y en parroquias; fue redactor en el semanario Vida Diocesana. Don Roncalli encontró también tiempo para escribir la biografía de monseñor Radini Tedeschi, tributo de veneración, gratitud y amor por su amado obispo, trabajo este que tuvo una acogida y críticas muy favorables. Roncalli envió el gran volumen, de quinientas páginas, al nuevo papa Benedicto XV, amigo y admirador de su difunto obispo, quien lo recibió en audiencia el 24 de septiembre de 1916 y le envió una carta de felicitación.

El 19 de julio de 1918, se le encargó la atención de los soldados repatriados de los campos de prisioneros que padecían enfermedades graves, dedicándose, sobre todo, a los que regresaban con tuberculosis.

Para el Te Deum rezado tras el armisticio, y que se celebró en la iglesia del Santo Spirito en Bérgamo, el domingo 17 de noviembre 1918, don Roncalli mandó escribir en la fachada del templo:

Invoco/ al Dios de los ejércitos, / con la fe inquebrantable de los padres / en la larga vigilia / cimentada en las duras pruebas de los heroicos / soldados de Italia / que con humildad y con fuerza / cantan himnos de gloria / y de victoria”.

El 10 de diciembre de 1918, don Giuseppe Roncalli recibe la primera licencia, por medio de la cual ya podía regresar a su casa; pero decidió seguir en el servicio religioso en los diferentes hospitales militares en los que trabajaba. Finalmente, el 28 de febrero 1919, se le da la licencia definitiva.

Roncalli hizo referencia de su experiencia como capellán militar durante una intervención en el VI Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en Bérgamo en 1920. En la misma recordó las largas noches de supervisión entre las camas de los queridos y valientes soldados, y afirmó que la guerra, que fue y sigue siendo un gravísimo mal, sin embargo, había dado al pueblo un inmenso valor, porque frente a la brutalidad y la miseria había ofrecido tantos episodios consoladores. Recordó, conmocionado, que muchas veces, solo en su habitación, cayendo de rodillas al suelo, había llorado como un niño, no pudiendo contener el dolor que sentía ante el espectáculo de la muerte, sencilla y santa, de tantos pobres hijos de nuestro pueblo, humildes campesinos… que esperaban no maldiciendo su duro destino, sino ofreciendo su floreciente juventud en sacrificio a Dios por los hermanos.

En el reverso de la fotografía de un joven alpino, don Roncalli escribió:

“Campamento de Egidio di S. Romano di Garfagnana (Verrucole), distrito de Lucca, 3º batallón de Montaña - clase 1898: murió de una grave pulmonía y lo atendí en el Hospital Militar Banco Sete de Bérgamo, en la noche del 19 de abril de 1917. Alma selecta y pura, carácter sincero y amable, era dignísimo de estar con los ángeles antes de que cualquier profano pudiera contaminar su candor cristiano. En su última hora, me prometió que me recordaría en el Paraíso”.

Dando consuelo a los soldados a los que les llegaba la muerte, momento supremo que muchos vivían con serenidad, don Angelo tuvo la oportunidad de conocer la verdadera alma de la juventud italiana: sus impulsos generosos y, sobre todo, su gran fe.  El 23 de junio de 1917 escribe una carta a su padre: “… a estos queridos jóvenes soldados, una vez se te acercan, no se les puede dejar de querer; y son tan, tan dignos de toda la atención y de todo el consuelo…”.

Recordó siempre tanto la experiencia de soldado de infantería (llegó a ser nada menos que sargento) como el recuerdo de los cuatro años de ministerio junto a los soldados heridos o enfermos o muertos, como dijo a los Bersaglieri [1] en su reunión nacional en Roma en 1962. Estas palabras sencillas y espontáneas pueden escucharse actualmente en Internet.

También, cuarenta años después, el papa Roncalli recordaba aquellos momentos de gracia de su servicio militar en el hospital: delicado ministerio de paz y amor llevado a cabo en condiciones a menudo difíciles y arduas, cuando al regresar a su habitación, después de horas de trabajo, caía de rodillas y las lágrimas de gozo corrían por su rostro, mientras daba gracias a Dios por la maravillosa fuerza moral que el pueblo italiano conservaba y transmitía.

Grande fue el amor de Angelo Giuseppe Roncalli por Italia.  En una carta fechada el 5 de diciembre de 1917 a su hermano Juan, que también estaba en el Ejército, escribió: “Nosotros sabemos que el amor a la patria no es más que el amor al prójimo, y esto se confunde con el amor de Dios... Nosotros cumplimos con nuestro deber mirando hacia el Cielo”.

A punto de morir, aquel hombre nacido en la pobreza y que había conocido el sacrificio de los campesinos, de los trabajadores y de los inmigrantes, que había visto a muchos jóvenes veinteañeros abandonar a sus familias desgarradas por la guerra y las esperanzas del mañana… coronó con un gesto inesperado toda una vida de fiel servicio a Italia y a la Iglesia. El 11 de mayo de 1963, el papa Juan visitó el Quirinale, donde abrazó al presidente de la República, Antonio Segni, diciéndole en un conmovido susurro: “Para ti y para Italia”.

Finalmente, cuando la ambulancia le llevaba a la habitación de su agonía, al pasar por la Piazza Venezia, levantó su mano para bendecir la tumba del Soldado Desconocido.  En ese momento, volvieron ante sus ojos los rostros de tantos soldados que había visto morir, y que habían permanecido en su corazón, como el artillero Domenico Orazi, que murió a los 19 años, un 8 de abril de 1917, el día de Pascua, en el hospital Ricovero Nuovo de Bérgamo. Aquel humilde campesino con el alma pura como la de un ángel, que translucía por sus ojos inteligentes la sonrisa ingenua y buena, le había susurrado: “Para mí, páter, morir es ahora una riqueza: yo muero voluntariamente porque todavía siento, por la gracia de Dios, que tengo un alma inocente”. Un momento después, había repetido: “A mí, páter, me gustaría tanto morirme ahora, así, cerca de usted, para que, hasta en mi último suspiro, yo permanezca todo del Señor”. De este soldado, don Angelo Roncalli había conservado una fotografía, en cuya parte posterior había escrito: “Orazi, Domenico de Montegallo (provincia de Ascoli Piceno), 3ª de Artillería de Montaña, clase 1898. Alma hermosa e inolvidable. Vive en Cristo y reza por mí, como me prometiste”. En la agenda de 1917 había escrito: “Siempre que Italia tenga estos hijos que suben al Cielo, no puedo dudar de la bendición de Dios”.

Dirigiéndose a los capellanes militares en la reserva, aquel 11 de junio de 1959, en los Jardines Vaticanos, Juan XXIII recordó que, indudablemente, fue en el servicio como capellán de los hospitales en tiempos de guerra, escuchando los gemidos de los heridos y de los enfermos, cuando acogió el deseo universal de paz, bien supremo de la humanidad. Nunca como entonces sintió cuál era el deseo de paz de los hombres, especialmente de aquellos que, como el soldado, esperan preparar las bases para el futuro con su sacrificio personal y, a menudo, con el sacrificio supremo de la vida. En aquellas palabras ya estaban presentes los sentimientos que le inspiraron Pacem in Terris, la última encíclica de Juan XXIII, publicada el 11 de abril de 1963, cuando faltaban menos de dos meses para su muerte, que comienza afirmando que la paz en la tierra es el anhelo profundo de los seres humanos de todos los tiempos[2].

En 1921 empezó la segunda parte de la vida de don Angelo Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede. Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente del Consejo Central de las Obras Pontificias para la Propagación de la Fe en Italia, recorrió muchas de sus diócesis organizando círculos de misiones. En 1925, Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria y lo elevó al episcopado, asignándole la sede titular de Areópoli. Su lema episcopal, programa que lo acompañó durante toda la vida, era: “Obediencia y paz”.

Tras su consagración episcopal, que tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma, inició su ministerio en Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó las comunidades católicas y cultivó relaciones respetuosas con las demás comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad, aliviando los sufrimientos causados por el terremoto de 1928. Sobrellevó en silencio las incomprensiones y dificultades de un ministerio marcado por la táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó su confianza en Jesús crucificado y su entrega a Él.

En 1935 fue nombrado delegado apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de trabajo. La Iglesia Católica tenía una presencia activa en muchos ámbitos de la joven república, que se estaba renovando y organizando. Mons. Roncalli trabajó con intensidad al servicio de los católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso con los ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los combates. Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a muchos judíos con el «visado de tránsito» de la delegación apostólica. Pío XII, en diciembre de 1944, lo nombró nuncio apostólico en París.

Durante los últimos meses del conflicto mundial, y una vez restablecida la paz, ayudó a los prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la vida eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios franceses y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas más significativas. Fue un observador atento, prudente y lleno de confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la sencillez evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las situaciones. Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días largo tiempo a la oración y la meditación.

En 1953 fue creado cardenal y enviado a Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio y resuelto, a ejemplo de los santos a quienes siempre había venerado, como san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia.

Tras la muerte de Pío XII, fue elegido papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII. Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó al mundo como una auténtica imagen del buen pastor. Manso y atento, emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó cristianamente las obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio, sobre todo sus encíclicas Pacem in terris y Mater et magistra, fue muy apreciado.

Convocó el sínodo romano, instituyó una comisión para la revisión del Código de Derecho Canónico y convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II. Visitó muchas parroquias de su diócesis de Roma, sobre todo, las de los barrios nuevos. La gente vio en él un reflejo de la bondad de Dios y lo llamó “el Papa de la bondad”. Lo sostenía un profundo espíritu de oración. Su persona, iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la paz propia de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde del 3 de junio de 1963.

San Juan Pablo II lo beatificó el 3 de septiembre del año 2000, junto al papa Pío IX (1792-1878, elegido papa en 1846), y estableció que su fiesta se celebrase el 11 de octubre, recordando así la fecha en la que Juan XXIII inauguró solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962.

En la página web del Ministerio de Defensa de la República de Italia, el papa Juan XXIII aparece como patrono del Ejército italiano. La noticia reseña que el 8 de octubre de 2012, en la basílica de Santa María de Araceli de Roma, se celebró una misa para promover la devoción al papa Roncalli como santo patrono del Ejército. Presidió la celebración monseñor Vincenzo Pelvi y participó el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Claudio Graziano.

Finalmente, el papa Francisco canonizó a Angelo Giuseppe Roncalli, el 27 de abril de 2014, domingo de la Divina Misericordia, junto a Juan Pablo II.

[1] Los Bersaglieri son un cuerpo de infantería del Ejército italiano, creado por el general Alessandro La Marmora en 1836 para servir en el ejército piamontés, que posteriormente se convirtió en el Ejército Real Italiano. Una de sus características era que se desplazaban normalmente en bicicleta. Durante la campaña de África usaron motocicletas. El nombre “Bersagliere” significa tirador certero. Siempre han sido una unidad de infantería de alta movilidad y pueden ser reconocidos por el sombrero de ala ancha decorado con plumas de urogallo, aunque actualmente sólo se usa en el uniforme de gala. Las plumas se siguen empleando incluso en los cascos de combate modernos.

[2] Constantino Benito-Plaza, en su obra Juan XXIII. 200 anécdotas (Salamanca, 2001), nos cuenta un par de anécdotas referidas al tema militar:

“Habiendo hecho ya el servicio militar siendo seminarista, es movilizado como sargento al estallar la guerra. Por su generosa actuación en San Ambrosio de Milán es ascendido a teniente. Finalmente, es trasladado a Turín, al hospital de Porta Nuova y nombrado primer capellán. Descollaba “el capellán”, como le llamaban sencillamente todos. Bigotudo, dinámico, de franca sonrisa. Atendía a todos, a todos brindaba una palabra de aliento. Se sentaba junto a la cama de los heridos, siempre con una palabra de esperanza para hacerlos sonreír. Organizó servicio de correos para los soldados enfermos. Consideraba vital para ellos recibir noticias de sus familias, soliendo decir esta frase: “Una carta que llega de la familia surte a veces más efecto que dos semanas de tratamiento médico”. “Era con mucho -afirma un suboficial- el hombre más popular del hospital” (11. Un capellán con bigote, pág. 21).

“La gendarmería pontificia es un cuerpo al servicio del Papa pero que no tiene la importancia y solera de la guardia noble suiza. Un día, se cuadra ante el Papa un oficial de la gendarmería con su vistoso uniforme. El Papa se para y le pregunta con naturalidad:

-¿Y usted quién es?

-Soy el capitán de la gendarmería, para servir a Su Santidad.

Y el Papa, zumbón y sonriente, le responde:

-Pues yo solo llegué a sargento Roncalli en la Primera Guerra Mundial” (113. Capitán y sargento, pág. 127).