Nunca nos hubiéramos imaginado pasar por algo así. El coronavirus nos ha hecho entrar en la cuaresma más potente, inolvidable y purificadora que jamás nos hubiéramos programado. Los planes del Señor siempre nos sorprenden y desestabilizan buscando soltar lastre para que volemos más ligeros y directos hacia la Pascua… hacia el cielo. Y no quiero decir con esto que esta pandemia sea voluntad de Dios. La cruz no es un invento de la iglesia o de Dios. Es fruto del pecado de los hombres, es la consecuencia profunda y misteriosa de que hacemos mal las cosas, directa o indirectamente. Otra cosa es que el Señor lo permite y lo aprovecha para nuestro bien.
Así pues, en estos días de incertidumbre, enfermedad y desolación, el Señor nos llama a vivir la cuaresma de verdad, es decir a prepararnos para la muerte y resurrección… porque el cristiano, no vive en clave de muerte sino de vida eterna. Porque si “solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!” (I Cor 15, 19)
Comenzamos el estado de alarma en España coincidiendo con el tercer domingo de cuaresma y el evangelio de la samaritana a la que Jesús invitaba a adorar a Dios, no aquí o allí, sino en “espíritu y en verdad”, es decir, en lo más profundo de nuestro corazón y sin falsedad ni apariencias. Y es que de las tres patas de la cuaresma, oración, ayuno y limosna, la primera es la que mayor relieve alcanza en los tiempos actuales. Es cierto, más allá del método utilizado (rosarios, liturgias de las horas, coronilla, novenas…) el músculo que nos llama a ejercitar es el de la oración. Íntima, personal, secreta. Hoy resuenan más fuertes que nunca esas palabras de Jesús: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6)
Una oración constante, confiada y serena es el andamio sobre el que se sustenta nuestro templo interior. Si la eucaristía es nuestro corazón y la palabra está en nuestra mente, nuestras fuerzas dependen de la oración. Mantengamos, pues, el corazón sano con la comunión espiritual, nuestra mente lúcida con la lectura de la palabra y nuestra fuerza intacta con la oración. Y nuestro templo en este destierro obligado, no sucumbirá, es más, se fortalecerá con la prueba y cuando pueda volver celebrar en comunidad, lo hará más fuerte y más seguro. Así como el verdadero judaísmo nació en el destierro y el pueblo hebreo maduró y creció en humildad y confianza, lejos del templo y de la tierra, así nosotros aprovechemos el momento para crecer en la fe y valorar lo perdido, y así comenzaremos a comprender lo que significan esas palabras tan grandes del Shema: “Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6, 5)
Y más allá de pedir para que se acabe este caos cuanto antes, más allá de pedir por los que enferman para que salgan adelante, más allá de pedir por aquellos que terminan su carrera en esta vida, quizás sin la asistencia de los sacramentos y seguro en la absoluta soledad, para que el Señor les abra las puertas del cielo y consuele a sus familiares, más allá de rezar por todo el mundo y sobre todo, por nuestros sacerdotes, que en primera línea de combate en los hospitales y tanatorios, o en la retaguardia, sigan actualizando el sumo sacrificio de la eucaristía, más allá de esto, es hora de orar por nosotros mismos y por nuestra actitud ante la muerte, ante el Señor y ante los que nos rodean. Que en este tiempo podamos crecer en humildad y confianza, en paz y generosidad, pero sobre todo… en esperanza. Y no una esperanza atada a esta vida, esperando los bienes terrenos, sino una esperanza cierta en la vida eterna. Que podamos decir en lo profundo de nuestro corazón: “Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo” (Fl 3, 8)
Con la oración, la otra pata de la cuaresma que sobresale es el ayuno. Es ésta una crisis sanitaria mundial pero de momento, el abastecimiento está asegurado. Y no deja de ser paradójico. El hambre no llama a nuestras puertas. Y por ello, es bueno reflexionar sobre nuestro cuerpo. El cristiano no está separado: el alma por un lado y el cuerpo por otro, como propugna la sociedad desquiciada de hoy. Somos una unidad y todo lo que sucede a nuestro cuerpo influye a nuestra alma. Lo que hacemos con nuestro cuerpo habla de lo que hay en nuestra alma. Es hora, quizá de cuidar de nuestro cuerpo, respetarlo y dignificarlo. Sin culto ni adoración sino como don de Dios. Por tanto, puede ser un tiempo favorable para abandonar hábitos inadecuados, actos poco decorosos o miradas inadecuadas. El ayuno potencia nuestra oración y la oración nos hace fuertes… es momento de Gracia. Que podamos decir cómo Pablo: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fl 4, 13)
Y finalmente, la tercera pata de la cuaresma, la limosna, queda algo desdibujada ya que es difícil acceder en este momento al necesitado o al cepillo de la iglesia. Pero ya llegará el momento cuando pase todo esto y media España esté en la ruina, de ejercer la generosidad con nuestro prójimo.
En cualquier caso, siempre es tiempo de caridad. Y principalmente con nuestras familias con las que convivimos a tiempo completo. Por mucho que preconizan los idearios totalitarios, los hijos sí son de los padres... y de Dios.
Pero no es tiempo de juzgar.
Ni a nuestros dirigentes, ni nuestros pastores, ni al hermano ni al extranjero, ni a los nuestros ni a los otros...
No es tiempo de juzgar ni al prójimo ni a nosotros mismos. Que podamos decir: “Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor” (I Cor 4, 4)
Solo es tiempo de orar… y amar.