No todo es negativo en lo concerniente a los derechos de la familia y de la vida humana. Esta semana, por ejemplo, se ha producido una buena noticia en Portugal, al decidir su Parlamento que las parejas gay, aunque estén legalmente casadas, no pueden adoptar niños. Pero la verdad es que esta buena noticia queda opacada por una my mala, en Colombia, y por el inicio de una campaña contra la vida que puede ser aún más demoledora que el aborto.

El Constitucional de Colombia –donde se supone que gobierna la derecha- no sólo ha ratificado la legitimidad del aborto en los clásicos tres supuestos, sino que además ha rechazado la objeción de conciencia por parte de los médicos. Esto sitúa a los profesionales de la medicina que están implicados en esa área de la salud ante la disyuntiva de tener que elegir entre su conciencia y su trabajo. La sentencia del Alto Tribunal va en contra, además, de lo que se hace en los países más permisivos y abortista del mundo, en los cuales al médico se le permite, al menos, acogerse a la objeción de conciencia.

Por si fuera poco, en Inglaterra han empezado ya a calentar motores para ir más allá del aborto. En la prestigiosa revista “Journal of Medical Etichs” de la Universidad de Oxford, se ha publicado un artículo a favor del infanticidio. Los argumentos son tan paradójicos que se basan nada menos que en la aceptación masiva del aborto. Los autores admiten que tanto el feto como el recién nacido son seres humanos, pero los califican de “personas potenciales”, por lo cual, dicen, no tienen “el derecho moral de vivir”.

Estamos, no cabe duda, en una cuesta abajo inexorable y lo peor es que incluso gente que debería ser inteligente –los jueces de un Tribunal Constitucional o los médicos de la principal revista de ética médica del mundo-, no se dan cuenta de a dónde nos conduce este declive. Quizá, ateos como deben ser, piensen que están haciendo daño a la Iglesia y se gocen en ello. Es posible que brinden con chamán –un champán rojo sangre- por haberle metido un gol a la moral católica y que disfruten, además, insultando a los curas, obispos y al Papa, pues nos consideran los principales defensores de lo más retrógrado que, para ellos, existe en el mundo: el derecho a la vida. Pero el problema no es que con sus leyes –las actuales o las que vendrán- estén haciendo daño a la Iglesia, pues en realidad nosotros los católicos seguiremos sin matar a nuestros hijos, ni en el vientre de la madre ni cuando ésta le tiene en brazos. El problema es para la sociedad. Una sociedad tan podrida que ya ni se inmuta ante la prohibición a los médicos de la objeción de conciencia o ante el infanticidio defendido públicamente.

¿Qué vendrá después? ¿Por qué, con esos argumentos, no se puede defender la eliminación de los enfermos crónicos, de los ancianos o, simplemente, de todos los que se oponen a este nuevo orden mundial asesino y a la vez suicida? ¿Seré yo persona, y por lo tanto sujeto de derechos, por haber pasado el año de vida o, quizá, dejaré de serlo el día en que no esté de acuerdo con lo que dicten estos nuevos asesinos vestidos de toga o de traje y corbata?

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Que Dios nos ayude, porque si Él no lo hace, este mundo alejado de Él se está ya cayendo a pedazos.