“El silencio no es, por tanto, ausencia de ruido”

P. Manuel Fernández Márquez

 

Cada vez admiro más a Benedicto XVI. No conozco otro como él que conjugue tan magistralmente penetración intelectual y profundidad espiritual. Acabo de leer su mensaje para de las Comunicaciones Sociales, que se celebrará el 20 de mayo. El tema elegido ha sido de una extraordinaria importancia para los católicos que nos dedicamos a hablar y a escribir; su título, Silencio y Palabra: camino de evangelización.

En efecto, la comunicación pide palabra y silencio. Nuestra época tiene miedo del silencio, huye del silencio. No hay cafetería o restaurante en el que no escuchemos el ruido de la televisión o una estruendosa música de fondo. Incluso en algunas de nuestras iglesias hay un suave hilo musical, de música religiosa, poco antes de celebrar

El miedo al silencio es temor a uno mismo. El  silencio –y su compañera inseparable, la soledad- nos desnuda y nos deja ante nuestros propios ojos tal como somos. El silencio, verdaderamente, es peligroso compañero. Nos deja sin coartadas, aleja de nosotros, por inconsistentes, la imagen con la que nos presentamos ante los demás y ante Dios. Nos dice:”no finjas, que no me engañas a mí”.

En nuestro esmero por alejarnos del silencio nos llenamos de ruidos. Constantemente ruidos externos, pero los peores son los internos. Nuestra vida está repleta de ruidos ensordecedores o livianos, pero ruidos que nos alejan de nuestro silencio. El ruido nos impide escuchar a los demás, pero también evita escucharnos a nosotros mismos. Desde un punto de vista religioso, una vida ruidosa es una vida ruinosa en la que es imposible que la tenue voz de Dios pueda oírse con el estrépito de las voces del mundo.

Es magnífico comprobar que Benedicto XVI pone el énfasis en el silencio para explicar que la auténtica comunicación comienza con la escucha. El silencio, que reclama soledad, fomenta una actitud humana de escucha y acogida. ¡Qué difícil resulta encontrar a alguien que simplemente escuche! La escucha al prójimo no es fácil para aquel que no se escucha a sí mismo. La escucha al prójimo  es imposible para quien no escucha a Dios. La escucha es el principio de la comunicación o, lo que es lo mismo, el silencio recogido que vuelve hacia sí las potencias de la persona para reconocerlas como propias y ponerlas al servicio de los demás.

El miedo al silencio no es otra faceta más que el miedo a Dios y al encuentro con el prójimo y con uno mismo. Vivimos en la era de la incomunicación, de la dispersión, de la música como signo de una época nihilista. Vemos andar como autómatas por nuestras calles a personas de todas las edades con minúsculos cascos, de mirada insomne. En nuestras televisiones se ven programas cuyo único mérito es atiborrar la mente del telespectador con datos, informaciones u opiniones. Engullimos todo tipo de información sobre infinidad de asuntos sin que tengamos tiempo de tener un juicio propio. Nuestro ocio consiste en llenar el tiempo en distracciones como llenamos nuestro tiempo de trabajo con ocupaciones  laborales. Todo bajo una única consigna: prohibido el silencio.

Pero prohibir el silencio es impedir la comunicación. Benedicto XVI afirma que “el silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido”. Comunicarse no es sólo transmitir una información; es abrirse a un encuentro con el otro, cuyo resultado es incierto. El silencio es necesario para recibir del otro, pero es aún más necesario para ofrecer al otro lo que uno es. El silencio no es exclusivamente receptividad: es donación de uno mismo. El miedo al silencio de nuestra época  es consecuencia directa de una época ególatra, que considera al otro en el mejor de los casos como un instrumento. El silencio reclama una salida de uno mismo para interesarse por este mundo nuestro en descomposición.

Muchas veces pensamos que la comunicación es un mero intercambio de pareceres. Falso. La comunicación es descubrir lo que hay de común  entre varios de nosotros, descubrir a los demás cómo son y darnos a los demás. Si no se da semejante intercambio en nuestra relación con Dios, nuestra vida espiritual será la de un niño de cinco años. La oración en un clima de silencio y escucha de Dios –de un modo muy especial de su Palabra- abre nuestro corazón a Dios para disponernos a su voluntad.

Orar es recibir a Dios y prepararnos para darle a Él todo lo que somos. Sin silencio nada de esto es posible. Por ello, quizá la idea más interesante ofrecida por Benedicto XVI sea la vinculación entre silencio y misión. Frente a quienes siguen creyendo en el activismo como fórmula evangelizadora, el Papa afirma que “de esta contemplación [silenciosa] nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión”.

Nos topamos con la aparente paradoja del silencio: el silencio y la soledad impulsa al contemplativo a la acción, pero no elegida por él, sino por Dios, que le ha hablado en el fondo de su alma silenciosa. Y la primera acción del silencioso es el acto de hablar; silencio y palabra, pues, se revelan íntimamente unidas. La palabra que comunica y libera nace del silencio. La palabra que aturde y entontece surge del ruido. Por ello, afirma Benedicto, la vida espiritual debe estar teñida de suave silencio –inapreciable para el mundo-, pero imprescindible para la comunicación humana y divina. La misión del cristiano, la que sea,  nace con el silencio, se mantiene merced al silencio y terminará en silencio.

Es verdad. El silencio no es ausencia de ruido, no es ausencia de palabra. Es presencia de Dios que nos pide que actuemos según su santa voluntad.

Un saludo.