Sí, porque es curioso que si en algo han coincidido el trasnochado machismo y el pujante y modernísimo feminismo con el malhadado (y despiadado) principio del “nosotras parimos, nosotras decidimos”, es en dejar sola a la mujer frente a la responsabilidad de sacar a delante a un ser en cuya existencia se hallan inevitablemente implicadas dos personas. Y no dos personas cualquiera, sino dos muy concretas: una mujer, sí, y un hombre también. Un hombre que es el que a menudo, o por mejor decir, siempre o casi siempre, invita a la mujer a dar el nefasto paso con su indiferencia, su irresponsabilidad, su displicencia, su insensibilidad, su tibieza, su cobardía en definitiva... Y eso cuando no lo hace de una manera directa, dolosa y premeditada, induciendo a la mujer a liberarle a él de su responsabilidad liberándose ella de lo que lleva en su seno. Que digo yo que puestos a condenar a cuantos están implicados en la destrucción de la más inocentes de las vidas, la del niño que aún depende de su madre para sobrevivir, habrá que condenar también a quienes tanto coadyuvan para que esa situación se dé, ¿o no?
En una ocasión ya escribí sobre los hombres que pasan por un proceso de aborto. Lo hice entonces al objeto de reclamar para ellos la potestad de vetar que una mujer se practicara un aborto para poner fin a la vida de un feto sobre el que dicho varón reclamara la paternidad y exigiera la consumación del parto.
Hoy lo vuelvo a hacer, pero esta vez para algo muy diferente: para reclamar también para él, la misma responsabilidad, antropológica, metafísica… penal si fuera el caso… que se reclame para la mujer que pone fin a la vida de un niño. Un niño que, por cierto, comete el único delito castigado aún en el mundo occidental con la pena capital: el que consiste, si se dan cuenta Vds., en tener unos padres irresponsables.
(1) Dedicado a mi buena amiga Mariló, gracias quien surgió la idea de escribir este artículo.
©L.A.
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