Si hay algo que nos defina a los seres humanos es que somos salvados, a pesar que unos vayan de salvadores y otros de víctimas, más o menos reales y justos unos y otros. Somos salvados por un acto de amor, anticipado siempre a nuestra demanda, a nuestra petición de auxilio, pero que pide nuestra fe y humildad. Humildad para reconocer nuestra necesidad y fe para abrir nuestro corazón.
El que nos ha creado es el mismo que se acerca a nuestra debilidad, a nuestra nada y se hace uno como nosotros igual excepto en el pecado, ¿por qué? Porque el pecado es lo que interrumpe, obstaculiza o niega la relación con Él, con los demás y con uno mismo. Por eso no pasa por contradecirse a Sí mismo. Pero por todo lo demás sí, nos acompaña muy cerca.
Y que no sea pecador como nosotros no significa que se desentienda de nuestra circunstancia, que no sufra también tentaciones, que no cargue sobre sus hombros nuestro peso, nuestra desobediencia, nuestro… pecado, para convertirlo, por Gracia, por su Espíritu, en obediencia, en confianza plena al Padre, a sus planes de salvación.
Nuestra parálisis fundamental, nuestros bloqueos nos llevan a quedarnos en nuestra limitación, en no ver posibilidades para nuestra redención, para nuestra salvación. De nuevo, la fe como condición para que Jesús opere el milagro, se nos presenta este domingo con la curación de un paralítico (Mc 2, 1-12) y su doble frase de curación “tus pecados te son perdonados” y “levántate, coge tu camilla y vete a tu casa” que vienen a ser lo mismo, en lo externo y en lo interno, desde dentro a fuera, sí, de forma completa, total, definitiva. Y la razón pedagógica: “para que comprendáis que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados”.
¿No es maravilloso? La intención de Jesucristo es que comprendamos que Él tiene la autoridad de Dios, de perdonar pecados, es decir, de salvarnos, porque somos pecadores. No sólo paralíticos sino pecadores, necesitados de salvación. ¿Nos reconocemos así? ¿ponemos los medios para dejar esa situación? ¿corremos a reconciliarnos con Dios? ¿qué boquete hemos de abrir, tú y yo, en nuestro corazón, a la Gracia de Dios, para que Él nos sane del todo cada vez que nos encontramos postrados?