Sobre esas tres premisas, con esas tres dimensiones del obrar, se está asentado sobre la roca firme, que es Cristo. Cuando se dice ahora «¡Señor, Señor!», se dice con verdad, porque no solamente se escucha la palabra, sino que se pone por obra plenamente. Ni la escucha está distorsionada por los afectos desordenados del corazón ni la acción, por poco que sea, busca otra finalidad que no sea alabar y servir a Dios.

 

Sobre esa Roca, el mundo es transparente; toda situación, toda realidad, todo encuentro se muestran en lo que Dios quiere que sean y quiera en ellos decir. Y, desde esa cimentación, la respuesta vital a esa palabra recibida es amorosa acción, es obrar divinamente.

 

Ahora, cuando no hay puesta ninguna esperanza de firmeza en lo que no sea Dios, cuando la humildad no opaca el poder de la gracia en nosotros, entonces nada tambalea al guerrero. Serán múltiples los ataques que reciba, pero por grandes que sean los torrentes de tentaciones, por fuertes que sean los vendavales de pensamientos, por enérgicos que sean los males que arremetan contra él, podrá vencerlos sin trabar combate, en humilde quietud sobre la Roca. Ahora lucha sin luchar, pues no necesita salir de su humildad, está donde debía haber estado siempre.

 

Ese permanecer en ese rocoso aquí y ahora es activísima acción, porque en la humildad su amor es puro. Pero aún no ha llegado al cielo. Su vida seguirá siendo lucha y habrá de tener siempre presente que Adán en el Edén comió del fruto prohibido.

Un día, el abad Macario volvía del pantano a su celda llevando palmas. Y salió a su encuentro el diablo con una guadaña. Intentó herirlo con la guadaña pero no pudo. Y entonces le dijo: "Macario, sufro mucho por tu causa, porque no te puedo vencer. Hago todo lo que tú haces: tú ayunas y yo no como, tú velas y yo no duermo nunca. Sólo hay una cosa en la que tú me superas". "¿Cuál es?", le preguntó el abad Macario. Y el demonio le respondió: "Tu humildad, que me impide el que pueda vencerte".



[micro-homilías]