Es posible que la prueba más dura sea la lucha con el demonio meridiano, la acedía, pero el combate más complejo, más difícil de llevar a cabo sea con los logismoi de la vanagloria. Cuando el guerrero interior fatigado tras una lucha parece haber encontrado un momento de calma en la victoria, entonces se presenta sutil el demonio de la vanagloria.
Pero la dificultad no está simplemente en la sorpresa o en la debilidad tras la batalla vencida. Todos los logismoi, cada uno a su manera, actúan de igual manera, su ataque es contra las virtudes a ellos contrarias. La lujuria avanza contra la castidad, la avaricia embiste a la largueza, la soberbia alancea de frente a la humildad, etc. Por muy camuflado que sea el ataque, por mucho que no proponga abiertamente el mal patente, sino que se mimetice con un bien aparente, es ese pensamiento el que arrostra el combate. En cambio, el demonio de la vanagloria se sirve de nuestra escasa virtud: «Es más fácil vencer o precaverse de las otras pasiones que se oponen a las virtudes contarías a ellas y atacan abiertamente, como en pleno día, que vencer ésta, que se desliza entre las virtudes y se entremezcla en el campo de combate y, luchando como en una noche oscura, engaña a los desprevenidos e incautos» (Juan Casiano).
Pero además, mientras que los otros pensamientos, por persistentes que sean, una vez perdida una batalla, se retiran en espera de nueva ocasión, en el caso de la vanagloria, como su alimento es nuestra victoria, si salimos airosos de uno de sus ataques, su derrota, que es nuestro triunfo, es usada por este demonio para atacarnos: «Es difícil escapar al pensamiento de la vanagloria; pues lo que haces para su destrucción eso mismo se presenta ante ti como nuevo motivo de vanagloria» (Evagrio Póntico).
Y cada nueva derrota es para este pensamiento ocasión para atacar de nuevo en celada: «Persigue con aspereza a sus vencedores, y cuanto más enérgicamente se lo destruye, con tanta mayor vehemencia tornará a la lucha, aprovechando el orgullo que provoca la misma victoria. Y tal es la astucia sutil del enemigo, que derrota con sus propias flechas al soldado de Cristo, a quien no puedo vencer con armas enemigas» (Juan Casiano).
De ahí que haya que aprender a no apropiarse de lo que en nuda humanidad no hubiéramos logrado, a saber que por nosotros mismos nada podemos y lo hecho agraciadamente no es algo que sobrepase nuestro deber: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: "Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer"» (Lc 16,20). Todo, la fuerza con que luchamos y la victoria alcanzada, es don y gracia.
Y aquí, en esta lucha, es donde se acaba de aquilatar la perfecta humildad.