“Españoles: Franco, ha muerto”.
Y la noticia no la ha dado en las pantallas de televisión un presidente del Gobierno de mirada huidiza y voz trémula.
“Españoles: Franco, ha muerto”.
La noticia la han dado una ministra-portavoz de ostentosa feminidad y un presidente a quien nadie podrá culpar en esto de quebrar sus promesas.
Porque si algo estaba expresado con toda claridad en el programa electoral del partido al que los españoles respaldaron mayoritariamente en las últimas elecciones generales, era la destrucción de los últimos restos del complejo edificio de derechos laborales y sociales que apenas se mantenían en pié aquí y allá como mudos testigos de lo que fue una de las legislaciones laborales —probablemente la única de inspiración cristiana— más avanzada en su momento.
Desde el viernes pasado, el despido es más barato. Ridículamente barato. Tan barato, que hace olvidar que el despedido es un ser humano. Desde el viernes, la negociación colectiva quedará reducida a las grandes empresas en las que los sindicatos afines al sistema puedan fácilmente controlar la situación. Lejos queda la representatividad sindical entendida como un instrumento que pone en pie de igualdad ante una mesa de diálogo a quienes son esencialmente desiguales. Todo ello acompañado de subida generalizada de impuestos y nuevas congelaciones de pensiones y salarios.
Mientras estaban en la oposición al Gobierno central, varios políticos peperos se encargaron de recordar por activa y por pasiva que el marco laboral hasta entonces vigente en España viene del franquismo, que estaba inspirado en el que impuso Mussolini en la Italia fascista, o que era el responsable de todos los males de la economía española, empezando por el paro.
En realidad, salvo la pura supervivencia de buena parte de los mecanismos de protección social, poco tenía que ver el marco socioeconómico esbozado a partir de la Transición y en los sucesivos gobiernos felipistas y aznaristas con la doctrina económico-social propia del Estado nacido del 18 de Julio y contenida en los Principios del Movimiento Nacional. La diferencia, sustancial, estriba en el monopolio concedido durante el diseño de la Transición a los sindicatos de izquierda parasitarios del apoyo gubernamental y en las razones que llevaron a eso que ahora se llama el centro-derecha a renunciar a un espacio propio en lo que a representatividad sindical se refiere, contribuyendo (en sus etapas de control del poder político) a la hegemonía de dichos sindicatos.
Son muchos los autores que convienen en señalar como una de las causas del deterioro de la convivencia en la España contemporánea y del estado de cosas que desembocó en la Guerra Civil la ausencia de unas verdaderas clases medias así como la enorme polarización social determinada por la gestación de alternativas revolucionarias como respuesta a las consecuencias del liberalismo imperante desde el siglo XIX. Al tiempo, se puede afirmar que el Estado Nacional nacido del 18 de Julio y configurado posteriormente en las Leyes Fundamentales fue protagonista de un cambio sustancial, sin duda con deficiencias y desequilibrios, pero en el que una legislación laboral avanzada sirvió de fundamento para la pacificación social.
Aquella clase media que fue sinónimo de estabilidad y que prolongó su hegemonía durante las primeras décadas posteriores al cambio político se puede considerar hoy prácticamente desaparecida, debido —en primer lugar— a la temporalidad y precariedad del empleo, y después, al dramático volumen del paro con sus consecuencias humanas y morales de todo tipo. Pensemos, por poner un caso, en la dificultad de constituir nuevos núcleos familiares en estas circunstancias o en la incertidumbre a que se ven sometidos los ya existentes. Naturalmente, nos consta que la familia, no entra en el horizonte de las preocupaciones de los políticos que han gestionado la trayectoria de nuestra “brillante democracia” desde 1978.
El nuevo Gobierno ha recibido la confianza de los españoles para poner freno a este deterioro, pero no parece que el mejor camino pase por la subida de impuestos y la precariedad laboral. Habrá que plantearse medidas que no olviden que el bien común radica más allá de las recetas económicas neo-liberales. Habrá que tomar opciones concretas: ¿Recortar en Educación y Sanidad o volver a una administración centralizada que racionalice el gasto? ¿Recortar en fotocopias o eliminar organismos inútiles como el Senado? ¿Recortar en subsidios sociales justos o eliminar las comunidades autónomas? El PP parece tener muy claras sus opciones… buena parte de los españoles también las tenemos. Y no parecen coincidir, al menos en gran medida.
No parecerá ocioso que se alce la voz sobre estas cuestiones desde un portal que habitualmente se ocupa de cuestiones históricas y teológicas. De no hacerlo, su autor estaría renunciando a hondas convicciones que le obligan a tomar muy en serio la certeza de que el hombre es portador de valores eternos, dotado de cuerpo y alma en unidad sustancial, capaz de condenarse o de salvarse, es decir transido de eternidad, concepto que rescata la dignidad humana y que exige una política permanente de elevación material, condición indispensable para que los hombres puedan llevar una existencia íntegra como seres religiosos y humanos.
Una concepción del hombre radicalmente divergente de la que sostiene la derecha liberal y la izquierda socialista, ambas coincidentes en su materialismo, como ponía de relieve José Antonio Primo de Rivera en un artículo publicado en el verano de 1935:
“Llega al bolcheviquismo quien parte de una interpretación puramente económica de la Historia. De donde el antibolcheviquismo es, cabalmente, la posición que contempla al mundo bajo el signo de lo espiritual. Estas dos actitudes, que no se llaman bolcheviquismo ni antibolcheviquismo, han existido siempre. Bolchevique es todo el que aspira a lograr ventajas materiales para sí y para los suyos, caiga lo que caiga; antibolchevique, el que está dispuesto a privarse de goces materiales para sostener valores de calidad espiritual”.
Aunque sus palabras más duras iban dirigidas hacia los conservadores:
“En cambio, los que se aferran al goce sin término de opulencias gratuitas, los que reputan más y más urgente la satisfacción de sus últimas superfluidades que el socorro del hambre de un pueblo, esos intérpretes materialistas del mundo, son los verdaderos bolcheviques. Y con un bolcheviquismo de espantoso refinamiento: el bolcheviquismo de los privilegiados” (ABC, 31 de julio de 1935).
Salarios de supervivencia, precariedad laboral, imposible acceso a la vivienda, desempleo generalizado... Al final, aquellos conservadores que condenaron el franquismo se encuentran cómodos diez años después en el mismo escenario económico-social diseñado por la izquierda.
Y es que, una vez más, se dan la mano el antifranquismo y el bolcheviquismo de los privilegiados.