Desde hace un tiempo tengo el privilegio de sentir la Mirada de Jesús. Así, como lo leen. Al principio pensé que era mi imaginación que jugaba conmigo, porque vamos a ver, ¿quién soy yo para que el Señor se fije directamente en mí? Soy menos que nada, estoy lleno de limitaciones (por no decir que soy una limitación ambulante) y en mi haber pocas cosas tengo, excepción hecha del amor inmenso que siento por Él. Ninguna razón, pues, para que el mismísimo Jesús ponga en mí Sus divinos ojos. Andaba yo preocupado, pensando que estaba perdiendo la cabeza, porque en verdad sentía Su Mirada y su inmenso Amor clavados en mí. Hasta que, de pronto, el Espíritu Santo me hizo ver, con claridad meridiana, que precisamente por mi nulidad, Jesús me ama. No por mi dinero (en fin), ni por mi belleza (discutible), ni por mi simpatía o por mis dotes literarias. ¡Me ama por mi pequeñez! ¡Qué cosa más extraordinaria!

He tardado tiempo en aceptarlo (aún me cuesta a veces). Pero ahora comienzo a comprenderlo del todo. Jesús está siempre junto a los más pequeños. Por eso nos quiere niños, inocentes, dependientes de su Amor, como cualquier niño de su padre. Quiere que confiemos por completo en Él, que transitemos por esta vida sin temor alguno, sabiéndonos bien protegidos por Su misericordia. En realidad, Dios no se hizo hombre para otra cosa. Jesús nació entre los pobres, cerca de los marginados y desesperanzados, de los enfermos y afligidos, porque quería decirles que esta vida terrena es finita y es para poderosos, ricos, gente llena de supuestas seguridades. Pero que el Reino de Dios es para los que no somos nada y nada nos creemos (no es vanidad, es la más terca realidad); para los que sabemos que no podríamos dar un paso sin tomarle a Él de la mano; para los que ante cada dificultad volvemos a Él nuestros ojos buscando en los Suyos ese Amor que tanto anhelamos y necesitamos.

La Mirada del Señor es espectacular. Desborda Amor, Ternura, Comprensión… Es dulce y sonriente. Acogedora. Uno se siente arropado por ella sabiendo que ya nada malo puede pasar (pase lo que pase). Se queda uno atrapado por esa Mirada sin querer salir de ella, absorbiendo todo cuanto de Ella emana para, de forma inevitable, derramarlo más tarde sobre los demás. El tiempo se detiene, y uno querría que ese momento no terminara jamás. La Mirada del Señor transforma. Toca el corazón y llega a lo más hondo. Si el corazón está herido o dañado, lo sana. Si hay alguna mancha de rencor hacia alguna persona, la borra. Podría decirse que hace una limpieza general y cuando ya está del todo acondicionado, lo llena por completo de una Paz inmensa, de un Amor desbordante y de una Alegría profunda y duradera. La Mirada del Señor es poderosa, porque no sólo toca a quien la recibe sino a todos aquellos que más tarde se cruzan con el elegido. Su Mirada reconforta y alivia de cualquier dolor o pena. Todo lo comprende y todo lo perdona. Da esperanza. Es como un enorme abrazo amoroso, y perderse en ella, abandonarse a ella, supone sumergirse de lleno en el más grande de los amores, el Amor de Dios.

Es difícil describir con palabras esa Mirada. Pero quienes la hemos sentido directamente sabemos que después ya nada vuelve a ser igual. Me siento tremendamente afortunado, y le doy gracias a Dios de todas las maneras posibles, sobre todo tratando de mirar a los demás como Él me mira a mí: con un Amor incondicional. ¡Gracias Señor por mirarme! Y no apartes de mí tus ojos.