Vivir la castidad en nuestros días es más difícil que en ninguna otra época de la historia. La accesibilidad de la pornografía, de la masturbación y de las relaciones sexuales han hecho dificilísima la castidad. Vivirla supone hoy un esfuerzo que no suponía en otras épocas.
El influjo pansexualizado de la sociedad lo hace aún más difícil. Por ello, es necesario mirar con mucha paciencia y misericordia nuestra propia debilidad, que el Padre conoce. El sexto mandamiento es el sexto, no el primero. Y la debilidad es hoy más fuerte que nunca.
Esto vale para aplicar tanto al juicio personal sobre la cuota de responsabilidad en los pecados de la carne, como en el sacramento de la penitencia, en todo lo cual hay que tener en cuenta las circunstancias atenuantes que menciona el Catecismo (1735. 2352).
No sé si podremos volver atrás en este campo, pienso que es prácticamente imposible. Creo que debemos inculcar en nosotros y en nuestros jóvenes una mirada positiva de la sexualidad, aprender a ver su belleza y cómo la integración de la sexualidad en el amor hace que alcance su mayor potencial.
Desde ahí podemos comprender que la castidad no es una represión, sino el medio por el cual podemos impedir que nuestro instinto se desboque de modo que nos incapacite para amar incondicionalmente y entregarnos del todo. Merece la pena un amor total, con una sexualidad integrada.
Desde esa perspectiva es necesaria una educación del instinto (AL 148), haciéndonos conscientes de que va a suponer un gran esfuerzo vivir la castidad y que en ocasiones habrá caídas, pero que eso no debe hacer que tiremos la toalla ni que nos juzguemos a nosotros mismo más duramente que Dios. Muchas veces, por la sensación de culpabilidad, damos a ciertos pecados más importancia de la que Dios les da.
De este modo, poco a poco, se puede vivir, con esfuerzo, una sexualidad sana, bella, integrada en el amor, capaz de esperar y de entregarse al máximo. Es prácticamente imposible vivirla sin caídas puntuales, mientras se educa la propia libertad y afectividad.
Cuando uno descubre la belleza de una sexualidad integrada en el amor, y la torpeza de una sexualidad desordenada y centrada en uno mismo, puede desear vivir la castidad, aunque muchas veces para alcanzarla deba hacer un esfuerzo, ser paciente con las caídas y recurrir con frecuencia y sin temor al Sacramento de la Misericordia de Dios, que se nos da ilimitadamente, porque Él conoce y comprende nuestra debilidad. Y desde ahí uno puedo seguir luchando por el ideal, aún en medio de debilidades, tratando de amar y amarse cada vez mejor.
No es cierto que cuando uno se confiesa de estos temas no haya propósito de enmienda, como puede sentir una persona cuando piensa que tarde o temprano volverá a caer. Uno desea en verdad ser casto y libre de la impureza, pero hay momentos en que el instinto toma las riendas, y entonces deja de desearlo por un instante, y cae. Pero luego, pasado el fuego de la pasión, se arrepiente y vuelve a desear la castidad. Esta dinámica suele ser muy corriente en nuestros días.
Por eso el Catecismo nos enseña a ponderar la fuerza de los hábitos contraídos, la inmadurez y otros muchos factores que afectan hasta atenuar a veces al mínimo la responsabilidad moral (2352). Con esto la Iglesia no nos invita a pecar, sino a no desanimarnos en la lucha, a levantarnos cada vez que caemos y a no rebajar el ideal para el cual el amor de Dios nos creó, aunque sea difícil.
Esta lucha durará toda la vida, porque hay algo en nosotros que se resiste a ser humanizado (AL 157). Pero no por ello debemos desesperarnos ni pactar con el pecado. Se nos pide vivir en una sana tensión hacia el mayor bien posible, aunque muchas veces caigamos en el camino, mientras nos acercamos gradualmente a aquello a lo que Dios nos llama.
El Enemigo nos tienta para que pensemos que Dios nos rechaza por nuestras caídas, o que somos unos hipócritas al confesarnos para volver a caer después; o para que pactemos con el pecado y le quitemos importancia; o para que pensemos que se trata de una obsesión de la Iglesia con el sexo que hay que dejar atrás para dejarse arrastrar por la pasión. Todo con tal de arrebatarnos la libertad y herir nuestro corazón. No confiemos en el padre de la mentira.
Vivimos un tiempo en que es necesario reconocer y propagar la belleza y la bondad de la castidad, no renunciar al ideal que Dios nos propone, y al mismo tiempo ser pacientes con nuestras caídas y ser conscientes de la dificultad mayor que nunca de vivir hoy la castidad.
De ahí uno puede colocar a Dios en el centro, y no a la moral, ni mucho menos el sexto mandamiento. "Señor, tú sabes que soy pobre y débil. Quiero ser casto, pero a veces no. Dame la gracia de quererlo. Dame la gracia de querer quererlo". Es eterna su misericordia.